"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós
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jueves, 6 de abril de 2023

El octavo concierto: aromas del Brasil y Turquía

 


En este octavo concierto de la temporada Degusta, la Orquesta de Extremadura nos ofrece con la batuta de la joven directora italo-turca Nil Venditti un menú de aromas viajeros que intentaremos responder en la cocina con ritmos exóticos.

Escuché por primera vez El buey sobre el tejado de Darius Milhaud en el Auditorio Nacional con la Orquesta Nacional de España dirigida por la temperamental Alondra de la Parra. Ha sido una grata sorpresa volver al escuchar este compendio de evocaciones brasileñas. El concierto prosiguió por tierras argentinas con el arpa de Ginastera. Y finalizó en las tierras turcas con obras de Ferit Tüzün y Fazil Say.

Un viaje sonoro que nos proponemos degustar.

Moqueca Bahiana

Y con el regusto de este concierto viajero, entro en la cocina mientras vuelvo a escuchar la pieza de Milhaud: alegre, algo cabaretera y cálida. Y, con su ritmo, me dispongo a cortar en ruedas dos pimientos, uno verde y otro rojo; una cebolla morada picada gruesa; un diente de ajo picado muy fino; dos tomates en concasé , un ramillete de cilantro y unas rodajitas de chile rojo para alegrar la fiesta.

 


Sofrío la cebolla y el ajo en aceite de oliva. Debería utilizar aceite rojo de palma, es decir aceite de palma sin refinar, pero no habiéndolo encontrado, utilizo un buen aceite de oliva virgen extra. Una vez rendida la cebolla, añado el pimiento, al poco tiempo el tomate y el cilantro. No nos debe quedar un sofrito demasiado blando, sino que debe conservar un poco de textura y, sobre todo, aromas aún frescos. Es el momento de añadir un vaso de leche de coco y otro de caldo de pescado y marisco.

Finaliza la obra de Milhaud y pongo la Série Brasileira de Alberto Nepomuceno obra en la que me parece reconocer algunos de los ritmos que también utiliza Milhaud y que resulta un buen acompañamiento para rematar esta fiesta brasilera.

Dejo hervir unos diez minutos y añado un pescado blanco, en esta ocasión he elegido rosada, cortado en trozos gruesos y langostinos pelados. Añado sal y pimienta y dejo cocer el tiempo justo que no malogre las texturas del pescado. No más de cinco minutos.


Servimos con arroz blanco y gajos de lima, para quien quiera dar un guiño ácido y travieso a la moqueca.

Hay otras moquecas en Brasil, algunas incorporan achiote, otras no llevan leche de coco. Con ésta, evocamos Salvador de Bahía, los colores del Pelourinho y la algarabía de su puerto de pescadores: un guiso marinero lleno de matices, cálido, de aterciopelada textura y frescos aromas.

Y con el alma en clave viajera pienso en el mestizaje de los calderos e imagino una ruta de guisos desde esta y otras moquecas, las cataplanas de Azores y Portugal, las caldeiradas gallegas, el sorropotún, el marmitako, los suquet, la bullabesa, el cacciucco, la gregada...: los pescados de cada mar, los productos de las américas y las historias marineras, historias en las que la ley es la fuerza y el viento y la única patria la mar.

Y así, del uno al otro confín, cocinando alegre, dejo Asia a un lado, al otro Europa y me dirijo a Estambul… (En algún sitio he leído algo parecido, quizá en Almendralejo, donde crecen las vides del Solo Cayetana de Bodegas Payva que he elegido para acompañar esta moqueca.)

Salchichas de Esmirna, Kefta, Kofta...

Evocaremos ahora los ritmos de Ferit Tüzün y Fazil Say con aromas del medio oriente.


Da igual cómo las denominemos, solo Turquía se jacta de tener más de doscientas recetas, variaciones de una suerte de carne picada especiada que encontramos desde Grecia hasta Marruecos. Redondas, alargadas, aplanadas, atravesadas por un pincho de brocheta o sin él...

Las recetas originales utilizan carne de cordero, nosotros utilizaremos vacuno o mezcla de vacuno y cordero. Una vez bien picada la carne la aderezaremos con canela, comino y pimienta molidos y perejil, cebolla y ajo muy picados y le daremos cohesión con pan rallado y huevo. Algunas recetas sustituyen el pan por trigo bulgur. Una vez que le demos la forma que se nos antoje, las freiremos, las pasaremos a la plancha o las haremos a la brasa. A nosotros nos gusta dejar el interior poco hecho, pero tanto el punto como la cantidad de cada ingrediente son cuestión de gustos.



Acompañaremos con un tomate frito aderezado con perejil, laurel, ajo picado y comino y pimienta molidos.

Solo queda dejar volar la imaginación y guiados por los aromas deambular por los puestos de especias de un mercado turco, persa, árabe... Y transgrediendo las tradiciones del Medio Oriente, descorcharemos un Viñapuebla Selección de Bodegas Toribio y entonces la fiesta de los aromas volará alto, muy alto.


Conciertos de la temporada 2022-23 "Degusta"


Primer concierto Apología de la forma

Segundo concierto Belleza a contracorriente

Tercer concierto Aderezos intertextuales

Cuarto concierto: El cuarto concierto: saborear la admiración

Quinto concierto: Danzad, danzad malditos

Sexto concierto: Genealogías entrecruzadas

Séptimo concierto: Un brindis sagrado

domingo, 20 de mayo de 2018

Escabechando (II): más escabeches, una amenaza cumplida y una deliciosa velada en Pancontigo

Era octubre de 2014 y en el artículo “Escabechando (I): algunas notas y una ensalada de codorniz.” amenazaba con seguir hablando de escabeches. Y en eso quedó, en una mera amenaza, una de esas intenciones que quedan en el inmenso limbo del “ya lo haré”.

Eugenio Garrido y sus talleres en Pancontigo tienen la culpa de que por fin cumpla con lo amenazado y vengamos a avinagrar un poco las mesas. Desde hace tiempo venimos más compartiendo que impartiendo un taller de tartares en este seductor espacio que es mitad tahona, mitad caja de sorpresas. Y también hace tiempo, que venimos fermentando lentamente con Eugenio la idea de celebrar un taller de escabeches. Quizá por apego a la ya veterana saturnal de lo crudo y muy picado o por cierto pudor de lanzarnos en picado al proceloso y acidulado charco de los escabeches, decidimos hacer una edición mixta. Y así, la noche del diecisiete de mayo nos reunimos un heterogéneo grupo de cocinillas y tragaldabas a compartir cuchillo, vinagre, tartares y escabeches: de los primeros no damos noticia pues son los mismos que ya referimos en un artículo anterior.

La Historia literaria de España, cuyo subtítulo de más de diez líneas termina con “Para desengaño é instrucción de la Juventud Española” escrita por los padres Fr. Rafael y Fr. Pedro Rodríguez Mohedano, en su tomo IV, publicado en 1772 que versa sobre tiempos de la dominación romana, dedica una extensa disertación a la marina y el comercio en la península ibérica. En ella, los autores citan a Plinio, Estrabón y Atheneo y afirman que “desde el Estrecho hasta los Pyrineos, dice [Estrabón] que en Cartagena y lugares vecinos, se comerciaba mucho en pescado salado y escabeches."


Incluso, dedican un capítulo a los protagonistas de este artículo: “§XX, Ciudades de España célebres por sus salsamentos, ó escabeches”, que comienza: “Varias ciudades de la costa meridional de España sobresalían entre las demás por sus famosos salsamentos ó escabeches. Tales eran según Estrabon Melaria, y Bailo ó Belo, ciudades situadas á la desembocadura del Estrecho, entre Cadiz y Gibraltar […] Los escabeches de Málaga eran muy copiosos y esquisitos […] No hay licor dice Plinio entre todos los que se han inventado, á excepción de los unguentos, que logre mas alto aprecio y reputacion. Así ha llegado a ennoblecer y dar fama á los comerciantes de este género, siendo Cartago Nova no menos celebrada por sus escabeches, que por haverla fundado Asdrubal y conquistado Scipion.
A lo largo de la lectura del capítulo los autores parece que no diferencian con claridad el garum romano de los escabeches: “… Así lo mismo era llamar garo de la compañía, que si dixesen escabeche exquisito…” y en las anotaciones reseñan: “Scombro pececillo de que se hacía el garo ó salsa de escabeche”. No es de extrañar esta confusión puesto que las fuentes consultadas por los buenos frailes Rafael y Pedro eran latinas y la voz escabeche proviene del persa sikba (sik, vinagre y ba, comida), que pasó al árabe como sikbāǧ y se vulgarizó en el habla mozárabe como iskebech. Podemos deducir que nuestros frailes no debían ser muy doctos en materia culinaria y no existiendo en sus fuentes la palabra escabeche metieron en un mismo saco (quizá deberíamos decir ánfora en este caso) todas las conservas de pescado de la época: “… Asimismo consta que el garo de los Españoles era un escabeche más esquisito que el muria ó salmuera; pues este lo usaban los pobres y aquel los ricos. Por todo lo qual juzgamos que los salsamentos ó escabeches antiguos de España eran distintos de los modernos y de mucha más arte y delicadeza.” Parece que los escabeches de su tiempo no satisfacían del todo el gusto de Fr. Rafael y Fr. Pedro.

Pero no solo de pescado eran los escabeches que se consumían en tiempos de la romanización en Iberia, también algunas verduras eran objeto de la avinagrada preparación: en esta misma Historia Literaria de España encontramos: “Pero resta una que no sería digna de nuestra memoria [de los autores], si no produxese suma ganancia. Es cierto que en el territorio de la gran Cartago, y principalmente en Córdoba los cardos producen quando menos al año seis mil sestercios. Es cosa maravillosa que hayamos convertido en regalo y luxo una hierba que huyen y desprecian los mismos animales. […] Estercolan esta planta despreciable, y la hacen crecer con mayor vicio y lozanía. No solo gastan los cardos en su tiempo, sino que han inventado una especie de escabeche, en que los conservan para que en ningún dia del año falte este plato regalado y exquisito. La operación es mezclar una poca de miel con vinagre, añadiendo la raíz de cominos y de otra hierba olorosa llamada Laser o Laserpicio.” A juzgar por algunos adjetivos se ve que nuestros frailes no sentían tanto aprecio por los cardos (o quizá alcachofas) como los romanos.
Aunque no se denominasen escabeches, no cabe duda de que los romanos utilizaban preparaciones con vinagre para la conservación de los alimentos. Además de lo citado por los hermanos Rodríguez Mohedano en su Historia Literaria a partir de textos de Estrabón, Plinio y otros autores latinos, en De re coquinaria, el libro de cocina más antiguo conocido, escrito por Caeleius Apicius, encontramos varias preparaciones que bien podrían formar parte de la “genealogía de los escabeches”:

Callum porcinum vel bubulum et ungellae ccotae ut diu durent. In senapi ex aceto, sale, melle facta mittis ut tegantur et, quando volueris, utere: miraberis.” (Para conservar los callos de cerdo o de buey y las manos se ponen en mostaza preparada a base de vinagre, sal y miel hasta quedar cubiertos; podrán emplearse cuando se necesiten. Es realmente sorprendente.)

Ut pisces fricti diu durent. Eodem momento quo friguntur et levantur ab aceto calido perfunduntur.” (Para conservar el pescado frito, Rociarlo con vinagre caliente en el mismo momento en que, ya frito, se retira del fuego.)

También tenemos noticia a través de Hipócrates del uso del vinagre como conservante en la Grecia clásica.

Si podemos intuir que el fracaso en la conservación de las uvas supuso el éxito del descubrimiento del vino; la poca pericia en la conservación de éste nos regaló el vinagre y, por ende, nuestros muy queridos escabeches. Sin embargo, aquellos escabeches no debían parecerse mucho a los actuales pues su principal función era la conservación de los alimentos y es de suponer que no escatimaban en sal y vinagre. No hay que esforzarse mucho para imaginar que debían ser preparaciones de sabores bastante intensos, quizá demasiado para los gustos actuales. Aunque tampoco hay que remontarse demasiado en el tiempo para encontrar escabeches fuertecitos. Más de una receta del recetario manuscrito de mi madre indica: “… un vaso de aceite y un vaso de vinagre…” y debo reconocer que estaban deliciosos.

Eran preparaciones recias, de fuerte carácter. Hoy no se requiere tanta intensidad pues las necesidades de conservación no son las mismas, la oferta de hierbas y especias es muy amplia y podemos permitirnos aligerarlos, dotarlos de aromas más suaves y sutiles: dar rienda suelta a la creatividad y crear preparaciones que, sin abandonar su esencia “escabechil”, resulten platos refinados y elegantes. Pero convertir los fornidos escabeches en dandys no debe suponer crear platos insulsos, carentes de carácter, pusilánimes. Para ello podremos disminuir la proporción de vinagre con vinos de calidad, con caldos, nunca con agua; añadir nuevas especias y hierbas a los tradicionales clavo, laurel y pimienta, jugar con diferentes vinagres…

Siete escabeches fueron los compartidos en esta reunión en Pancontigo, por no alargar más de la cuenta este artículo y para dejar algo de munición para completar la amenaza de seguir hablando sobre el tema, transcribimos cuatro fórmulas. La primera, una receta tradicional muy extendida en Extremadura, sin apenas cambios sobre la transmitida durante generaciones: un escabeche de habas.
Es habitual encontrar la misma preparación para escabechar distintos ingredientes: conejo, pollo, boquerones, pequeños peces de río, pencas de acelga, champiñones, coliflor, brócoli… En este caso, por ser la temporada y por tenerlas a mano en nuestro pequeño huerto, hemos utilizado habas. En algunos pueblos del norte de Extremadura este escabeche de habas recibe el nombre de “peces fritos”.

Cocemos las habas al punto deseado, nosotros preferimos dejarlas al dente. Enharinamos, pasamos por huevo, freímos en aceite de oliva virgen y reservamos.

El liquido base del escabeche puede ser agua, en algunos casos el agua de cocción de la verdura utilizada; aunque, en el caso de las habas no lo recomendamos pues suele oxidarse con rapidez y adquirir un desagradable color negruzco. En esta ocasión, para dar más consistencia al plato, hemos utilizado un caldo suave de gallina. Añadimos vinagre, sal, machado de ajo, azafrán, clavo, laurel y gajos de naranja con piel. Nos hemos permitido la licencia de añadir un toque de cúrcuma. Cubrimos las habas con el escabeche y dejamos reposar al menos veinticuatro horas. No indicamos las cantidades pues dependerán de los gustos de cada uno, además es un escabeche en crudo que nos permite añadir más vinagre, sal, ajo o especias si al probarlo pasadas unas horas no nos convencen las proporciones iniciales y preferimos emociones más fuertes.

Hay recetas que utilizan ajos asados para el machado. Igualmente hay quien suprime la naranja o añade otras especias o hierbas aromáticas: orégano, comino, hierbabuena, pimienta…

Para ahondar en la idea de la creatividad escabechera, presentamos un mismo ingrediente preparado con un mismo tipo de escabeche variando especias, hierbas y acompañamientos. Las tres recetas son de un escabeche en el que el producto, en este caso la caballa, a diferencia de la fórmula anterior, cuece en el caldo avinagrado.

Para todas las preparaciones usaremos filetes de caballa lo más desespinados posible, aunque también se obtienen buenos resultados con piezas enteras o cortadas en rodajas, todo depende de preferencias. Sobre lo de quitar las espinas... es cuestión de paciencia y Carolina puede dar fe de ello si es que aún le quedan ganas de hablar del tema.

También en todos los escabeches, sofreiremos los vegetales en abundante aceite de oliva virgen hasta que estén rendidos, añadimos las especias y los líquidos (agua, vino, vinagre, caldo…)

Para elaborar un caldo de caballa que nos permita suavizar los escabeches sin perder sabor, tostamos las espinas de las caballas en una sartén con muy poco aceite, cocemos unos veinte minutos con zanahoria, puerro y apio y colamos.

Escabeche blanco suave


Sofreímos en abundante aceite de oliva cebolla, zanahoria, sal, granos de pimienta, hojas de laurel y clavo de especia. Una vez sofrito añadimos vino fino de Jerez, vinagre de vino blanco o de sidra y caldo de caballa. Las cantidades, dependen del gusto. Hervimos hasta reducir un poco y añadimos la caballa. Dejamos hervir cinco minutos. Para obtener un punto de cocción agradable en el pescado es importante que el caldo reduzca y se integren los sabores sin la caballa, pues de hervir esta desde el principio, obtendremos buen sabor, sí... pero convertiremos nuestra caballa en un sabroso estropajo.  Un reposo de al menos veinticuatro horas hará el resto.

Escabeche rojo


Sofreímos ajos enteros con piel, laurel, granos de pimienta y clavo. Una vez dorados los ajos, añadimos pimentón, vinagre de Jerez y caldo de caballa y seguimos el mismo procedimiento que en el anterior.

Escabeche balsámico semidulce


Sofreímos cebolla en juliana, laurel, bayas de enebro y granos de pimienta de Jamaica. Una vez sofrita la cebolla, se añade manzana (mejor Granny Smith) en gajos, se deja cocinar un poco y añadimos vinagre balsámico de Módena y vino dulce Pedro Ximénez. Seguimos el mismo procedimiento que en el anterior.

Cualquiera de los tres escabeches se puede elaborar con trucha, bonito, melva… El escabeche rojo da buen resultado con pequeñas albóndigas de carne picada mixta (cerdo y vacuno).

Y con esto damos por finalizada esta primera entrega y amenazamos (y esta vez, cumpliremos) con escribir en pocos días la segunda parte de este festín avinagrado.

Muchas gracias a Inma, Laura, Mercedes, Nieves, Silvia, Andrés, Antonio, Fernando, Francis, Luis y Santiago por su animada participación y por dejarse avinagrar con nosotros.







sábado, 28 de abril de 2018

Profanación del marmitako y otras impurezas

A veces, en nuestra lista de la compra aparece la anotación: “algo de pescado”. Es decir, ir a la pescadería, otear, imaginar, ver qué hay… Hoy los lomos acerados de unas cuantas melvas no muy grandes brillan entre el hielo picado. Hace tiempo que no las veía y la decisión resulta fácil. Pienso en algún escabeche pero unos cielos grises y un airecillo fresco me inclinan hacia algún guisote reconfortante y un marmitako empieza a ganar puntos…

El marmitako es un guiso de bonito según los cánones de los más puristas de la tradición de la cocina vasca, sin embargo hoy la melva va a ser protagonista. Aunque si ahondamos mucho en la tradición, suele pasar que los purismos se tambalean porque si el marmitako era un guiso de pescadores es poco probable que solo hubiese una receta y mucho menos solo elaborada con bonito sino con todo lo que cayese en la marmita y más dudoso es que siempre se dispusiese de tomates y pimientos frescos.
Claro que si lo consideramos un guiso propio de la costera del bonito, que es en verano, bien pudiera ser que en las bodegas de los barcos hubiese tomates y pimientos y que, además, el único ingrediente fuese el bonito. Como siempre que se empieza a ahondar en las raíces, la cosa se complica y, generalmente cada opinión y cada versión resultan, a la postre, tan respetables unas como otras. Más espinoso resulta hurgar en los orígenes geográficos ¿guiso vasco o de toda la cornisa cantábrica? Puesto que el guisote en cuestión toma, como la paella, el nombre del recipiente, dejaremos que caldeiro, cazuela, marmita y marmitako se repartan los honores de la paternidad de sus respectivos guisos porque no seré yo quien venga a sembrar polémicas, que con sembrar habas tengo suficiente y parece que no se me da mal… En cualquier caso justo es mostrar reverencia a la “receta purista” pues es sencillamente deliciosa.

Sin embargo, hay días en los que uno se levanta travieso ,y no solamente voy a cambiar el bonito por la melva sino que también me está apeteciendo usar tomates secos en lugar de tomates frescos. Tanto por experimentar como porque los tomates frescos fuera de temporada, salvo algunas excepciones, están más bien escasos de sabor.

Desde la ventana de la cocina se ve nuestro minihuerto, ese que ahora está rebosante de habas y que ya hemos mencionado en algunos artículos precedentes. No hay dos sin tres, porque este es ya el tercer artículo con habas… cosas de la temporada, y puestos a cometer desmanes, las habas me tientan…

Con cierto pesar después de leer algunos textos clásicos, temo que esto ya no es una tropelía contra la ortodoxia del marmitako sino un acto impuro en toda regla. Y es que en el mundo clásico las habas, pese a ser parte considerable del sustento sobre todo de las clases menos pudientes, daban mucho que hablar: los pitagóricos las consideraban impuras e incluso algunos pensaban que en ellas residía el alma de los muertos, opinión que también compartía Plinio. Plutarco también las relacionaba con la muerte, aunque se refiere no solo a las habas sino a todas las legumbres. Dídimo indicaba que las habas impedían tener sueños tranquilos porque “producen vientos”. Las habas también estaban
presentes en muchos rituales relacionados con los asuntos de ultratumba. También había que tener cierto cuidado con la palabra κύανος, que podía significar tanto testículo como haba por ciertas similitudes morfológicas. También parece que la forma del haba se identificó con la del embrión y dio lugar a relacionarla con la fertilidad y el misterio de la vida. Más curiosas resultaban algunas asociaciones de su carácter flatulento con el apetito sexual. Aunque, sin duda, eran Pitágoras y los de su escuela quienes más tirria tenían a nuestras queridas legumbres: ya hemos dicho que las consideraban impuras y Porfirio, tratando de explicar y documentar la aversión pitagórica a las habas afirma que Pitágoras al ver a un buey comiendo habas, pidió al pastor que lo impidiese, al contestarle éste en tono burlón que desconocía el idioma del animal, el bueno de Pitagóras susurró a los oídos del buey sus preceptos. Lo que Porfirio no explica es si el buey dejó de comer habas, aprendió a resolver problemas con triángulos rectángulos o siguió zampando como si tal cosa. Continúa Porfirio explicando la manía pitagórica hacia las habas afirmando que tanto las habas como los hombres germinaron de la misma podredumbre y que si se masticaba un haba y se exponía ese bolo al sol durante un tiempo, la mezcla acabaría oliendo a semen humano y no contento con esta explicación, añade que si se introduce un haba en flor en una vasija de barro y se entierra, al cabo de noventa días se habrá convertido en una cabeza de niño o en un sexo de mujer…

Llegados a este punto, no puedo evitar acordarme de Obelix y su máxima “Están locos
estos romanos”… o griegos… que supongo que para el inseparable amigo de Asterix no se diferenciarían mucho unos de otros.
Puestos ya manos a la obra y asumiendo los riesgos avisados por los pitagóricos comenzamos picando cebolla. Un puerro solitario y aburrido que aguarda en el cajón de la verdura pide protagonismo y sucumbe también bajo el cuchillo, pues creo que puede aportar suavidad y jugosidad al plato. Añadimos unos tomates secos previamente hidratados y ponemos a sofreír. Añadimos una generosa cantidad de habas picadas con su vaina y dejamos cocinar con la cazuela tapada.
Añadimos dos cucharadas de carne de pimiento choricero, colocamos ruedas de patata de un centímetro de grosor encima del sofrito, cubrimos con un fumet de pescado y volvemos a tapar. Una vez que están blandas las patatas, posamos sobre éstas el filete de melva, tapamos nuevamente la cazuela y dejamos a fuego lento dos o tres minutos, lo justo para que el pescado quede cocinado pero no resulte seco.
El resultado es un guisito agradable, sustancioso y caserote. De aquel marmitako del principio no quedan más que unos aromas comunes de la verdura, del pimiento. Otro día con bonito y sin añadidos extravagantes honraremos la sabia receta del cantábrico… hoy disfrutaremos de su inspiración en un plato resultón, sencillo y sin pretensiones.

Para acompañarlo, un tinto joven, quizá un Rioja de cosechero.


Los datos sobre el mundo clásico y las habas están extraídos de la interesante monografía “Consideraciones en torno al tabú de las habas en la Antigüedad” de Tatiana García Labrador del Dpto. de Estudios Clásicos de la Universidad de León.

domingo, 25 de marzo de 2018

Una receta de skrei en primavera.

Tras unos días de tan copiosas como bienvenidas lluvias, una mañana de primavera muestra su mejor sonrisa: dos jovenzuelos de tórtola turca de plumaje aún esponjoso practican sus breves vuelos y nos observan confiados desde el travesaño de una escalera de hierro.
Las habas que sembramos en noviembre han duplicado su altura con las lluvias y exhiben una ubérrima floración, algunas vainas asoman entre el follaje. A pocos metros, el melocotonero cubre su desnudez invernal con una enagua de encaje rosado y los muñones de la parra revientan en verde. Feraces se muestran también las lindes de los arriates y zonas menos transitadas prometiéndome arduas jornadas de desbroce y azada.

Aunque reconozco que me suelen inspirar más los días grises y lluviosos o los ocres otoñales, es imposible quedar indiferente ante tanta vitalidad y belleza.

Boticelli, Vivaldi, Monet, Van Gogh, Klee, Malevich, Rodin, Manu Chao, Santana o Nina Simone entre otros muchos sucumbieron al encanto de la primavera y lo plasmaron cada uno en su arte. Con los pinceles mi habilidad se reduce a cubrir algún que otro lienzo (de pared) aspirando a que los goterones no se noten demasiado, en la música tan solo consigo cierto ritmo cuando bato huevos y en la escultura las formas más perfectas que he logrado son las curvas de alguna croqueta más regular que las otras. Así las cosas, me contentaré con festejar la primavera con algún plato que, sin pretensiones de maestría, al menos contente nuestros paladares. Algún plato fresco, aromático, de temporada.

Estamos en cuaresma y el bacalao está presente en la memoria. Es además temporada de skrei, nómada en noruego, en referencia a su migración desde el mar de Barents a las islas Lofoten. El largo periplo que por su alimentación y frialdad de las aguas confiere al bacalao su intenso sabor y tersa textura.

La incipiente cosecha de habas, medio bulbo de hinojo aburrido en el cajón del frigorífico, una mandarina que quiere participar y unas hojitas de hierbabuena acaban alineándose en un proyecto…

Sofreímos un poco de puerro y un poco de patata, añadimos el hinojo picado y al poco cubrimos con leche y dejamos cocer unos veinte minutos. Rematamos con la ralladura de una mandarina, trituramos y pasamos por el chino. Como grasa para el sofrito podemos usar mantequilla o aceite de oliva virgen, todo depende de si queremos darle un gusto más centro europeo o más mediterráneo.

Mientras, un fantástico skrei se asa en el horno, sin nada, tan solo un poco de aceite de girasol y sal.

Desgranamos unas habitas , de grano recién formado, tierno y suave que las últimas lluvias nos han regalado.
En un poco de aceite de oliva bien caliente freímos unas hojas de hierbabuena, lo justo para que queden crujientes y dejen su aroma en el aceite. En ese aceite salteamos un par de minutos las habitas.

Servimos un poco de la crema de hinojo, un lomo de bacalao y acompañamos con las habitas salteadas y las hojas de hierbabuena.

Nos queda escanciar un riesling alemán en las copas.

Llega la hora de la cena y unos restos de skrei nos miran tristes desde la fuente de horno. Sacar unos hermosos lomos de bacalao implica dejar atrás algunas migas, la ventresca y otras zonas menos estéticas. Algo habrá que hacer… En un intento de evocar sabores que nos trasladan a cocinas del norte europeo, picamos groseramente los restos de bacalao, añadimos unas alcaparras, pepinillo loncheado, cebollino picado, un poco de mostaza de Dijon disuelta en un poco del jugo del asado, mezclamos y servimos con pan de centeno.

domingo, 21 de mayo de 2017

Evocaciones griegas para una lubina



- He traído pescado.

Uno anda abstraído mientras intenta cumplir con el fisco.

- ¿Qué has traído?

- Lubina.

Y es que lo de la declaración tiene su miga. Tedio más que miga.

- Voy.

Y llego a la cocina y veo dos lubinas, frescas, tersas, brillantes. Las miro.

- ¿No están frescas?

- Corruptas no están…

-¿Qué?

- Nada, asociación de ideas… Que sí, que están frescas.

Lo cierto es que no sé qué hacer con estos dos bichos y es que ese impreso con más casillas que un parchís en el que nunca saco el seis doble me incita más a liarme a cuchilladas con un buen lomo de atún o de salmón para preparar un tartar que a mimar tan delicadas piezas.

Diría que las lubinas me miran aburridas… parece que me piden algo más que “a la sal” o “a la espalda”, que sin desmerecer ninguna, están ya muy vistas o, hablando con propiedad, muy saboreadas.

Aún suena la música con la que acompañaba mi travesía por las casillas del impreso. Canta Mitropanos la desoladora belleza de “Roza”; antes sonaron rembétikos, jasápikos y tsifteteli. Las melodías y los ritmos sugieren aromas y parece que las lubinas esbozan una sonrisa.

La música griega que transita como su historia entre el desconsuelo y la alegría, entre la esperanza y la tragedia; evoca olivos y limoneros, puertos del mediterráneo y mercados de Estambul. Y a ritmo de sirtaki el cuchillo la emprende con el perejil, corta tomates secos, pica ajos, tritura aceitunas negras, corta y pica, pica y corta y cuando todo es casi una masa, un perfume de ralladura de limón y orégano queda atrapado en la mezcla que se traba en un oleoso abrazo de oliva virgen.

El horno, precalentado, acoge las lubinas embadurnadas por dentro y por encima con la negruzca mixtura. En el vientre, una hoja de limonero regalará sus aromas y sobre el lomo, unas semillas de sésamo aportarán texturas. Como yacija, unas rodajas de tomate espolvoreadas de ajo y perejil picados.

Tras veinte minutos, las lubinas en el plato y en la copa un Maná blanco joven de Garnacha de Bodegas Toribio compusieron un bonito lienzo de aromas.


Ingredientes:

Para dos lubinas de unos 300 gr.


Picadillo: 75 gr. de aceitunas negras, un ramito de perejil fresco, uno o dos dientes de ajo (según gustos), la ralladura de medio limón y una cucharilla de café de orégano, dos tomates secos, previamente hidratados, dos cucharadas de aceite de oliva virgen y sal al gusto.

Dos hojas de limonero.

Semillas de sésamo.

Para la cama: un tomate cortado en ruedas, ajo y perejil picados.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Sabores del mar y la dehesa, de Galicia y de Extremadura. (Siguiendo aGastronomía en Verso)


Con su habitual sonrisa, la camarera me recitó el menú del día.

El menú del día, denostado, entrañable, maltratado, anhelado, son muchos los adjetivos que se podrían aplicar a ese menú que se me antoja reminiscencia de antiguas fondas, ventas y posadas; aquellas en las que recalaban arrieros, comerciantes, viajeros de diligencia, aventureros, chalanes y quizá algún que otro bandolero y demás gentes de mejor o peor vivir en busca de solaz para sus estómagos. Muchos extranjeros le cogieron el gusto a eso de recorrer los caminos de una España que les ofrecía sol, sabor y un atractivo exótico, quizá, romántico. Dumas, Andersen, Gautier, Víctor
Hugo, Marimeé, Townsed, Bowles, Peyron, Schulz y otros muchos viajeros foráneos de los siglos XVI al XIX dejaron constancia de esas fondas en sus crónicas. Quizá haya sido Richard Ford quien más escribiese sobre ellas. No abundan las buenas críticas sobre su cocina y menos sobre su higiene y su ambiente, aunque algunos autores dan noticia de lugares donde una cocina honesta y sabrosa además de saciar el hambre, contentaba el paladar y reconfortaba el espíritu.

No han cambiado tanto las cosas. El paso de los siglos ha transformado la abigarrada concurrencia: arrieros en transportistas, viajeros en turistas de bajo presupuesto, comerciantes en agentes comerciales, generalmente encorbatados, bandoleros… aunque estos últimos, ya sin trabuco, han abandonado la fonda y han cambiado el menú del día por el menú degustación en restaurantes de alto standing. A esta clientela, por obra y gracia de la revolución industrial y del crecimiento de los servicios, se han sumado trabajadores de la industria, de la construcción y, según las zonas, oficinistas de toda índole.

Y diría que tampoco ha cambiado tanto en lo referente a su calidad: tras el reclamo de “menú del día”, se esconde una ruleta que nos ofrece desde las mayores inmundicias a establecimientos que, sin artificios, ofrecen una cocina cálida y honesta y, además, un servicio acogedor, amable, nada más… y nada menos.

Cuando un menú del día, mientras hace equilibrios con el presupuesto, ofrece una cocina de aromas acogedores, entrañables y es servido con agrado es cuando el restaurante hace honor al origen de su nombre, cuando Boulanger, en el París de 1765, abrió su establecimiento de sopas en cuya fachada se dice que puso un letrero que rezaba “Venite ad me vos qui stomacho laboratis et ego restaurabo vos”… que más o menos podría traducirse como “Venid a mí todos los de estómago cansado y yo os lo restauraré”.

El menú del día no precisa de los cuatro requisitos que años más tarde estableció Brillat Savarin, cliente asiduo del establecimiento que abrió Antoine Beauvilliers, conde de la Proveça y autor de Lart du Cuisinière. Un restaurante debía tener “ambiente elegante, servicio amable, cocina superior, y bodega selecta.”

En estas cosas pensaba cuando, otra vez con su sonrisa, me trajo la bebida. Un trato afable, un vino aceptable y la espera de un guiso reconfortante es cuanto pedía a esta breve pausa en el trabajo, pues para restaurantes con las cuatro normas de Savarin hay mejores ocasiones.

Para aliviar la espera decidí consultar las últimas novedades de Facebook, algo que no podría hacerse en las fondas de antaño que por eso serían más bulliciosas y escenario de más de una gresca. De alguna manera habría que matar el aburrimiento.

Y encuentro en Facebook que Juan Carlos Alonso, ilustre bloguero gastronómico gallego con quien inicié hace algún tiempo una amistad en la distancia en torno a un civet de liebre, comparte una receta de mejillones con chorizo de su blog Gastronomía en Verso. Una de esas recetas que según se lee se activan todas las secreciones relacionadas con el yantar. Una receta sin complicaciones, honesta y sabrosa como nos gustaría que fuesen los guisos de los menús del día. Una receta que arranca inexorablemente la promesa: “este fin de semana, cae”.

Llegó la camarera de la sonrisa con el primer plato y me encontró disimulando una risa tonta: al final de la reseña en Facebook de la receta de los mejillones, Juan Carlos (¿Telepatía telesápida?) me invitaba a probar esta receta con productos extremeños:

“Después de cocinar en casa por primera vez el sabroso plato de Alfonso Díaz Martínez de guiso de mejillones con chorizo, nos gustó tanto que siguiendo la recomendación de María cociné una vez más este plato rico, rico, sencillo, y económico cortando las patatas en pequeñas lascas como si fuéramos a cocinar un guiso de patatas a la riojana. En esta ocasión, no le he incorporado el vino blanco, he distribuido la gran mayoría de los mejillones -previamente cocidos al vapor, sólo lo suficiente para extraerlos de sus valvas- por la cazuela en los últimos 5 minutos de cocción, he reservado unos cuantos mejillones para decorar y le he añadido el sabroso caldo de la cocción de los mejillones -previamente colado- y un poco de caldo de pescado.Amigos, es un plato estupendo, rico, rico de verdad, os animo e invito a cocinarlo sin prisa alguna y a que os animéis a compartir vuestra propia experiencia gastronómica en este espacio de encuentro.Jaime Fenollera de Miera: ¿Te animas a cocinar este sabroso plato de nuestra cocina tradicional con aromas y sabores extremeños? :).”

Una vez borrada la sonrisa bobalicona que me produjo la mención de Juan Carlos y habiendo dado cuenta del primer plato, le prometí probar y quizá versionar la receta y fui poniendo fecha a la preparación pensando en los ingredientes: pues el Guadiana no nos provee de los sabrosos bivalvos y teniendo al alcance patatas gallegas no suelo usar otras.

Dejo aquí el enlace de su receta:

http://www.gastronomiaenverso.es/guiso-de-mejillones-con-chorizo-para-compartir/

Y describo la fórmula que empleé:

Como ingredientes extremeños elegimos un chorizo ibérico de Casa la Abuela de Santibáñez el Bajo (Cáceres), una de esas marcas familiares, de cortas producciones, que pese a ser poco o nada conocidas, nos brindan excelentes productos a muy buena relación calidad / precio. El vino elegido
fue un cava Vía de la Plata; el pimentón de la Vera de La Chinata y el aceite, un virgen extra de manzanilla cacereña de Jacoliva.

Ingredientes:


Una cebolla blanca, dos dientes de ajo, medio pimiento rojo, medio kilo de patatas gallegas, medio vaso de vino, ciento cincuenta gramos de chorizo, algo más de medio kilo de mejillones gallegos, pimentón, aceite de oliva virgen, laurel, perejil y fumet de pescado en la cantidad que pida el guiso.

Preparación:

Cortamos en brunoise la cebolla y el pimiento y rehogamos con una hoja de laurel, una vez transparente la cebolla, añadimos una cucharadita de pimentón, las patatas cortadas en rodajas y el chorizo cortado en rodajas o taquitos (según gustos) y cubrimos con el vino y un poco de fumet. Con las patatas a medio hacer, disponemos por encima los mejillones para que se abran y vamos retirando con cuidado de que el caldo que sale de las conchas caiga en el guiso, mejor pasándolo por un colador. Aunque es laborioso, podemos tomar el mejillón con unas pinzas, poner un colador debajo y volcar, así uno a uno, para no perder el preciado caldito.

Mientras las patatas siguen haciéndose, separamos los mejillones de sus conchas y reservamos.

Añadimos el ajo y el perejil picados, dejamos hacer una par de minutos moviendo la cazuela con movimientos circulares, añadimos los mejillones, dejamos otros dos minutos y tapamos y dejamos reposar un poco antes de servir.

Para degustar el plato seguimos con el cava Vía de la Plata usado en su elaboración.

Como podrá ver Juan Carlos, si tiene la paciencia de leerse el rollo, poca innovación hay salvo la procedencia de algunos ingredientes y el ajo y perejil, que se me antojaba que podía añadir cierta chispa al plato. Para los demás sufridos lectores, recomiendo probar las dos recetas, no tanto por comparar, sino por disfrutar dos veces el guiso: un guiso de sabores intensos, cálidos, honestos, como deben ser los que se sirvan en un menú del día restaurador de estómago y espíritu.

sábado, 28 de mayo de 2016

Vino y pólvora: una novela y dos recetas


Tras los cielos grises de los días pasados, la primavera nos regalaba una mañana espléndida. Resultaba difícil evitar que la mirada se perdiese por la ventana de la cocina: el laurel, los frutales y el césped lucían exultantes tras la inusual temporada de lluvias de las primeras semanas de mayo. Sin embargo el plato que me ocupaba, aunque no ofrecía ninguna dificultad técnica, sí requería cierta atención y una buena mise en place, sobre todo en la fase final. Poco imaginaba que aquel plato resultase premonitorio.

Descorchamos un Nadir tinto del 14. Unos ribetes violáceos anunciaban recuerdos de una pletórica juventud apenas doblegada por su breve reposo en una madera que sumaba suaves tostados a los aromas de frutas negras en compota.

El vino de las Encomiendas armonizaba a la perfección con el plato, su moderada acidez se igualaba con la de la guarnición, los tostados con los de la carne y hasta en el color formaban una elegante combinación. Un buen prólogo para una tarde de libros.

Se celebraba la Feria del Libro de Badajoz. La tarde soleada acompañaba para dar un paseo por el parque de San Francisco visitando casetas, viendo novedades, pero, además del consabido recorrido teníamos un objetivo: se presentaba una novela que nos había llamado la atención. Justo cuando la buscábamos, allí, frente a la caseta de la librería Tusitala, estaba la autora que cordial se ofreció a dedicarnos el libro.

Escuchamos la presentación. La obra prometía: muchos lugares comunes: el vino, los escenarios. Su lectura ha resultado una interesante experiencia, una novela policiaca que transcurre en lugares y ambientes que me son muy familiares y que Susana Martín Gijón describe con habilidad.

Dos tramas se entremezclan y captan desde el principio la atención del lector al mismo tiempo que la autora muestra su sensibilidad por las cuestiones relacionadas con la igualdad de género y la xenofobia. La novela se lee con avidez, quizá con la misma avidez con la que dos de sus protagonistas disfrutan de una cena con brandada de bacalao con puerros y tomates asados.

Mi afición por la brandada viene de antiguo y, con el tiempo, he ido adaptando la receta tanto que, probablemente, diste mucho de las más ortodoxas fórmulas. La brandada procede de las regiones francesas del Midí, más concretamente del Languedoc y la Provenza. Ya aparecen fórmulas de brandada en recetarios de principios y mediados del siglo XIX . Adquirió cierta fama la que se servía en el café fundado por el autor de “Tartarín de Tarascón”, Alphonse Daudet, en la plaza del Odeón de París, que ofrecía menús que incluían brandada y dos discursos. La ciudad de Nimes presume de ser cuna de las más auténticas recetas de brandada, pero fórmulas casi idénticas, aunque incluyendo el ajo, se repiten en Marsella y Tolón.

En pocas palabras, la brandada es una emulsión de bacalao desalado y desmigado, aceite de oliva y leche. Debe resultar una mezcla homogénea y fina. A partir de esa base hay infinitas preparaciones, algunas incluyen trufa, ajo, aceitunas e, incluso, cangrejos de río. También hay quien le incorpora patatas cocidas y machacadas, lo que es considerado impropio por los entendidos en la materia. Esta última fórmula con patata se acerca más al atascaburras manchego, aunque éste no incluye ningún lácteo en su receta.

No es extraño,  que Susana Martín Gijón añada en su cita de la brandada una mención a Cataluña: “Víctor había preparado la cena con esmero. Una brandada de bacalao con puerros y tomates asados que no tenía nada que envidiar a las que su madre hacía en Tarragona.” La receta de la brandada se extendió por España y Francia y es frecuente encontrarla en Liguria y Cataluña.

Mi brandada, a riesgo de resultar herética para los puristas, incorpora un poco de harina: Sofrío uno o dos dientes de ajo y una punta de guindilla (recuerdos a los aromas del pilpil). Retirados éstos, en ese mismo aceite cocino el bacalao desmigado y desalado y, una vez rendido, espolvoreo con un poco de harina. Pasados un par de minutos removiendo, añado leche y nata poco a poco, sin dejar de remover y al final, trituro con batidora si la crema no es lo suficientemente fina y homegénea.

En esta ocasión, entre vino, pólvora, puerros y tomates me da por juguetear un poco y acaba saliendo un canelón de confitura de tomate relleno de brandada acompañado de puerros asados, que no tiene más mérito que lograr una capa de confitura de tomate con gelatina para envolver la brandada y dar un punto agradable a los puerros en el horno. Al final resultó una combinación con unos interesantes contrastes entre dulces y salados y entre texturas gelatinosas y cremosas.

Para acompañar “el invento” pienso en algún vino de Côtes du Rhône en honor al origen de la brandada, pero me acuerdo de la disertación de Gema, personaje secundario de Vino y Pólvora, y me voy a por un vino de la tierra porque “…si estoy en Extremadura, con todo lo que tenemos aquí, vamos no me jodas…” y, puesto que Gema en su alegato por los vinos de la tierra cita, entre otros, los Coloma y me considero fiel seguidor de esta bodega, opto por un joven de Garnacha y Syrah que, carambola, además es un coupage frecuente en Côtes du Rhône.

Pensaba que el joven de Coloma armonizaría mejor con el bacalao que el Nadir descorchado para acompañar el plato que degustamos aquel día cuando, sin que nadie lo sospechase, empezaba a gestarse este artículo.

Decía la autora en la presentación de la novela que me ha absorbido durante estos dos días, que a lo largo de la obra iba mostrando las pistas que conducen a la resolución del caso tratando de no evidenciar el desenlace. Y, al final, las pistas encajan como si de un puzle se tratase.

Y el puzle encaja: reza en las guardas del libro “Susana Martín Gijón se adentra en las sutilezas del mundo del vino y en las luchas por el poder dentro del seno de la mafia napolitana…” del mismo modo que el vino extremeño aporta sutiles aromas a la pasta italiana que sirve de lecho a una carrilleras de cerdo ibérico que la casualidad quiso que cocinásemos y degustásemos poco antes de asistir a la presentación de Vino y pólvora, como si de una premonición se tratase. Productos italianos y extremeños se entremezclan en el plato como la trama de la bodega extremeña se alterna con la napolitana en la novela.

Y no acaban aquí las similitudes: cuando se llega al final de la novela, pasa lo mismo que cuando acabamos nuestro plato: queremos más.



Pasta al vino tinto con carrilleras de ibérico

Esta receta es una adaptación de los Spaghetti dell’Ubriacone publicada en la página web Recetas de rechupete.

Carrilleras
Cocemos las carrilleras con un puerro, una zanahoria, laurel y unos granos de pimienta. Cuando estén muy tiernas, apartamos, colamos el caldo y lo seguimos reduciendo hasta conseguir un caldo bastante concentrado.

Pasta
En una sartén freímos unos ajos loncheados y una guindilla (la cantidad dependerá del grado de picante deseado). Cuando los ajos comiencen a dorarse apagamos el fuego y reservamos.

Disponemos dos cazuelas, una con abundante agua y otra con vino tinto y  el caldo reducido de la cocción de las carrilleras (aproximadamente dos partes de vino y una de caldo). Llevamos ambas a ebullición, dejando tapada la que contiene el vino para evitar que se pierdan aromas. Vemos el tiempo de cocción indicado en el paquete de spaghetti (para dejarla al dente al gusto italiano, suelo emplear dos o tres minutos menos que el tiempo recomendado, pero es cuestión de gustos). Dividimos el tiempo de cocción, la primera mitad del tiempo en agua, escurrimos rápidamente y completamos la cocción en vino y caldo.

Una vez cocidos y escurridos los spaghetti, los llevamos al sofrito de ajo y añadimos un poco de vino tinto y dejamos que se evapore el alcohol y se reduzca un poco.

Terminación
En una sartén con un poco de aceite muy caliente, pasamos las carrilleras hasta que se forme una costra dorada y crujiente. Debemos hacerlo al mismo tiempo que el último paso de la pasta para evitar tiempos de espera que pueden hacer que los spaghettis se pasen.

Emplatamos disponiendo las carrilleras sobre un lecho abundante de spaghettis espolvoreados de perejil fresco picado. Añadimos unas escamas de sal.

domingo, 13 de marzo de 2016

Recuerdos de Venecia


Ciudad de leyendas y novelas, cuna de artistas y navegantes, antaño poderosa, joya arquitectónica, entrañable, Venecia. Hace poco más de un año disfrutamos unos días de esta bella ciudad, uno de los destinos más turísticos de Europa.

¿Que si uno es viajero o turista? Pues no sé qué decir, porque hay que ver lo que nos gusta colgarnos una etiqueta. Lo de viajero suena más chic, más intelectual y lo de turista está más denostado. La Real Academia Española define turismo como el hecho de viajar por placer mientras cientos, quizá miles, de artículos intentan establecer diferencias entre uno y otro sustantivo. Artículos en los que el
viajero resulta más simpaticón y cultureta y el turista queda tildado de simple espectador, incluso algo aborregado. Dicen que el viajero interactúa con las gentes y la cultura local y el turista es un mero visitante de monumentos y atracciones, además de comprador de souvenirs y consumidor de comida para turistas (obvio). Que el viajero busca lugares menos conocidos y que el turista acude a los destinos “convencionales”.

Pues con todo eso, sigo sin saber etiquetarme pero, desde luego, viajo por placer. Disfruto igual de un destino convencional que de uno recóndito, de la naturaleza que de la ciudad, de lo nacional que de lo foráneo y de la tienda de campaña que de un hotel de mayor o menor constelación. Sin embargo uno también tiene sus manías: si la estancia es demasiado breve, prefiero callejear que visitar un museo, prefiero el despertar de las primeras horas de un lunes brumoso que un domingo soleado al medio día, unos días de febrero que una quincena de agosto y un bar de barrio que una terraza en la Plaza Mayor. Y mirar los escaparates de las librerías y entrar en un mercado de abastos y, siempre, buscar donde comen los lugareños y huir de los restaurantes con tipismo artificial.

Y como souvenir, alguna receta de la zona, pues pocas sensaciones son tan evocadoras como las que proporcionan los sabores y aromas. Rememoro de forma más vívida los buenos momentos del viaje preparando y degustando lo allí aprendido que viendo las fotografías del periplo. Y este era el motivo de la digresión: de aquel viaje a Venecia nos trajimos varios souvenirs-receta. Comparto en este artículo dos fórmulas, sencillas, humildes, como sencillos y humildes fueron los locales donde las probamos.
Decir Venecia y decir turismo es casi lo mismo. Su belleza, su encanto, su peculiaridad la han convertido en un destino masificado, muchas veces incómodo, con la, probablemente, mayor concentración de Europa de vendedores de palo-selfie por metro cuadrado y plagado de restaurantes y comercios orientados al turista. Sin embargo, es posible descubrir otra Venecia en la que, todo hay que decirlo, no somos tratados con demasiada cordialidad. Si el mercado de Rialto es una visita obligada, también es muy agradable visitar otros más humildes, igual de coloridos pero con menos visitantes foráneos entre sus puestos, como el de Rio Terá en el barrio de Cannaregio. Y es, precisamente, en este barrio donde apartándose de las calles principales, es posible encontrar alguna trattoria frecuentada por más lugareños que extranjeros. En sus cartas no encontraremos interminables catálogos de pizzas y pastas en cuatro idiomas ni menú veneziano, pero seguro que no faltarán el fegato alla veneziana (hígado encebollado), la sarde in saor, el fritto misto que recuerda a las frituras del sur de España y abundates cichetti, lo más parecido a las tapas españolas, estos últimos, más propios de los bacari (bares) que de las trattorias.

De todas estas preparaciones, me quedo con dos por su simplicidad, que parece contrapunto de la suntuosidad de los palacios, de San Marcos, de Ca’ D’Oro o de Santa María della Salute. Pero entre abigarradas decoraciones, Venecia destila elegancia y elegante se me antoja el ensamblaje perfecto de tan pocos y humildes ingredientes.

Sarde in saor

La sarde in saor es un plato en el que el intenso y salino sabor de la sardina contrasta con toques dulzones y ligeramente ácidos. Se me antoja que se trate de una receta de raíces muy antiguas: su estilo no dista mucho de algunas preparaciones de la cocina medieval. Podríamos considerarlo pariente cercano de nuestros escabeches y quizá la presencia de los piñones y las pasas nos indiquen alguna influencia turca, cosa nada extraña dada la historia de la República del Veneto.

Enharinamos las sardinas, las freímos y apartamos. Si las queremos poner enteras o abiertas en mariposa es cuestión de gustos, aunque me inclino por esta última opción. Si además la presbicia aún no ha hecho demasiados estragos y tenemos paciencia de hacer un perfecto desespinado con una pincita… alcanzaremos la excelencia en el plato.

Cortamos cebolla en una juliana más bien ancha y sofreímos en poco aceite hasta que esté transparente, pero no demasiado rendida, ligeramente al dente. Añadimos un poco de vinagre, pasas y piñones y damos una vueltas.

Extendemos las sardinas y cubrimos más o menos con el sofrito de cebolla. Dejamos reposar al menos unas horas, aunque prefiero tomarlo de un día para otro o incluso más, puesto que en frigorífico aguanta varios días. No en vano, intuyo que se trataba de una receta orientada a la conservación de la pesca.

Bigoli in salsa de acciughe o, simplemente, bigoli in salsa

Los bigoli son una pasta similar a los spaghetti, algo más gruesos y de textura un poco más basta. Aunque podemos simplificar la receta utilizando los espaguetis que habitualmente encontramos en los comercios. También, aunque nos alejemos de la receta original, otros tipos de pasta dan resultados excelentes.

Si la sarde in saor es una receta simple, ésta los es aún más. Sin embargo, desde que la descubrimos en un humilde restaurante de carretera cerca del aeropuerto de Venecia, se ha convertido en una de las preparaciones de pasta preferidas en casa.
Cortamos cebolla en brunoise, sofreímos hasta que esté blanda (no dorada) añadimos anchoas y movemos hasta que estén prácticamente deshechas y añadimos a la pasta que antes habremos cocido. Nada más… y nada menos.

Sobre la cocción de la pasta poco se puede decir, es cuestión de gustos. En Italia, ya sabemos: se toma bastante poco hecha, al dente. Nada que ver con aquellos macarrones blandos, casi rotos de nuestra infancia. Y los italianos nunca añadirían ese poquito de leche o el chorrito de aceite al agua de cocción tan populares entre los “trucos de cocina” españoles . Agua abundante y sal.

Para acompañar estos platos echamos de menos esas entrañables frasquitas de blanco a granel, que no por ser granel era de mala calidad, tan populares en las trattorias. Pero pasado ese arranque nostálgico que nos lleva a la frasquita, lo cierto es que si encontramos alguna dificultad en la elección del vino será más por exceso de opciones que por defecto. Sólo entre los extremeños damos fe de los buenos resultados de: un rosado Evandria Pinot Noir de Coloma, un Nadir Rosado de Petit verdot de Pago de las Encomiendas o un blanco sobre lías de Sauvignon Blanc y Viura de Pago de los Balancines y, por qué no, un cava rosado de Vía de la Plata.