"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós

jueves, 29 de mayo de 2014

Un aire francés en la mesa de verano: la ensalada de Niza



Leo en el periódico que aquel que encontró triste Venecia cuando no estabas tú cumple noventa años. Suenan melodías en la memoria, poco hay tan evocador como la música, con permiso de los aromas que emanan de hornos, ollas y sartenes.

El recuerdo de Charles Aznavour traslada a la “Bohemia de París alegre, loca y gris de un tiempo ya pasado…”, evoca pequeños veladores y croissants que se deshilachan exhalando aromas de mantequilla mientras el comisario Maigret apura un grog en un café a la vuelta del Quai des Orfèvres. Pero un verano que se desliza sin piedad entre las nubes que huyen dejando un cielo azul intenso me despierta de la grisácea e invernal ensoñación. De azul en azul, de chanson en chanson, George Brassens quería finalizar su días “Justo al borde del mar a dos pasos de las olas azules…sobre la playa de la Corniche”. Y un verano, justo al borde del mar, de ese mar azul de L’Promenade des Anglais, en la mesita de una terraza brilla una ensalada, niçoise, por supuesto.

Pero aquí hemos venido hablar de condumios, como Umbral, que vino a hablar de su libro. Lo cierto es que el cumpleaños de Aznavour me recordó a Francia y las temperaturas, al verano. Temperaturas que van aconsejando cambiar el repertorio de los pucheros por otro más liviano y acorde con lo que cae del cielo y con lo que produce la tierra. Pues estamos en esa estación en que las huertas regalan sabor y color con la misma largueza con que el sol nos vapulea.

La Costa Azul, la que tanto quiso George Brassens, nos ofrece la ensalada nizarda (niçoise), un plato mucho más humilde que su celebérrima bullabesa (bouillabaise) pero que bien podríamos incluir en nuestros repertorios estivales. Extremadura es rica en platos veraniegos, cojondongos, pistes, gazpachos, zorongollos, sopeaos, picadillos y cien ensaladas hacen justicia a los tomates y pimientos de nuestras vegas, pero nunca está de más incorporar otras preparaciones que sin desplazar la tradición nos amplíen horizontes. En la mesa como en casi todo siempre es mejor sumar.

Es difícil establecer una receta de auténtica ensalada de Niza, pues son muchas las variantes que se encuentran en libros y webs (Además, ya me he pronunciado en más de una ocasión sobre lo poco auténtico que suele ser lo “auténtico”). Probablemente todas o la mayoría de las variantes de ensaladas nizardas que he leído merezcan llamarse así. Tan sólo descartaría alguna que es… una ensalada de tomate y lechuga con aceite y vinagre (eso sí, supongo que hecha en Niza).

Según el aliño, podríamos dividir las ensaladas de Niza en dos grandes grupos: con mostaza y sin mostaza. Algunas de las recetas consultadas aliñan la ensalada de la forma más tradicional: aceite de oliva virgen, vinagre y sal y, ocasionalmente, alguna hierba aromática como la salvia o la albahaca, nada extraña esta última por su cercanía con Italia. El aliño que parece mayoritario es una vinagreta con mostaza de Dijon, aceite de oliva virgen, vinagre y sal en proporciones que varían según el gusto.

Los ingredientes también varían de unas fórmulas a otras: el tomate está presente en todas las recetas consultadas y varían la lechuga, el pimiento, las judías verdes, la patata, la rúcula, las alcaparras, el huevo duro y el atún. Sin embargo sí coinciden todas en otros dos ingredientes: aceitunas negras y anchoas.

Descrita esta variedad de ingredientes, imagínense los aficionados al cálculo combinatorio la cantidad de combinaciones y permutaciones que permiten… tantas como versiones de la ensalada nizarda.

L’Encyclopédie culinaire du 20e siècle de Valentine de Bruguère y Daisy Mayer, publicado por Éditions Denoël entorno a 1963, un clásico de la cocina francesa, recoge la siguiente receta: cinco tomates, una cebolla y un poco de ajo, ocho filetes de anchoa, una cucharada de alcaparras, aceitunas negras y una vinagreta de aceite de oliva y vinagre de vino.

Lo cierto es que esta tierra extremeña de zorongollos y cojondongos nos ofrece ingredientes de primera calidad para que esta ensalada sea un prodigio de sabor, sin ánimo de desmerecer los ingredientes de La Provenza: aceites de Monterrubio o de Gata - Hurdes, tomates de las Vegas del Guadiana o del Alagón (madurados en planta, claro), judías verdes de cualquiera de las huertas de nuestros pueblos, aunque puestos a elegir, me quedo con las de las huertas de Montehermoso y alrededores y de aceitunas, tampoco andamos mal por estos lares. Eso sí, ni el Tajo ni el Guadiana han tenido a bien proveernos de anchoas ni atún y habrá que importarlos.

Vaya ahora mi propuesta para este plato pleno de sabor y frescura para uno de los calurosos días que nos esperan:

Unas rodajas de patata cocida que siempre será más sabrosa si la pelamos después de cocerla. Con este ingrediente prefiero alejarme de fundamentalismos y chauvinismos y sin desmerecer las extremeñas, me quedo con las gallegas. Judías verdes, mejor cocidas al dente, tomates, lechuga o mezcla de lechugas, un poco de rúcula, aceitunas negras, anchoas y atún, regados con una vinagreta de mostaza de Dijon, alcaparras, vinagre de Jerez, sal y aceite de oliva virgen.

Es la versión que más me gusta y la que más se aproxima a una que probé en las cercanías de Niza.

Puestos a transgredir, cosa que no está mal de vez en cuando, prueben a incorporar unas cerezas rellenas de anchoa: una receta de David Monaguillo que me resulta atrevida y muy interesante. Algo tan simple como deshuesar las cerezas, macerarlas unos minutos en aceite de oliva virgen y unas gotas de vinagre de jerez y, con más paciencia que habilidad, rellenarlas con anchoas.

Y por finalizar como empecé, si en algo he podido ofender a la ortodoxia de la nizarda ensalada, pido disculpas pero Non, je ne regrette rien, que cantaba Edith Piaf.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Sopa de “fuá”, rulo de cabra, cebolla caramelizada y frutos rojos con reducción de Módena.


¡Hasta en la sopa! Sí señor, hasta en la sopa hay rulo, foie, cebolla caramelizada y frutos rojos. Cuatro deliciosos productos que de tanto usarlos van a acabar como el amor de Rocío Jurado, rotos. Rota su merecida fama, rota su calidad y rota su demanda.

No hay carta de tapas o raciones que se precie sin que aparezca alguno de los cuatro jinetes, si no los cuatro. Y, por supuesto, el quinto elemento: la rúbrica de reducción de Módena.

El hígado graso de la oca o del pato era hasta hace no muchos años un manjar propio de mesas de alta alcurnia y de cartas de una élite de restaurantes. La mejora del poder adquisitivo y supongo que un aumento de la producción (no tengo claro qué fue antes, el hígado o la oca) han extendido el preciado y delicado producto a cartas donde antes era impensable encontrarlo, hasta el punto que comienza a ser impensable encontrar una carta donde no esté presente el foie. 

Cuando el restaurante visitado es de reconocido prestigio y calidad, la cosa no tiene emoción: degustaremos una buena terrina, algún plato elaborado con deliciosas y fundentes virutas de micuit o un foie fresco en su punto con alguna afortunada combinación. Deleite para el paladar pero una experiencia poco emocionante. Lo verdaderamente excitante es pedir una tapa o ración en un local de los que antes servían excelentes calamares y carne al ajillo y ahora nos promete foie o incluso fuá: no sabremos si será micuit, paté o foie fresco hasta que nos lo sirvan, aunque puede que el suspense se prolongue hasta que terminemos nuestras excavaciones bajo una montaña de “frutos rojos” ligados con abundante sirope de algo parecido a una reducción de Módena. Es entonces cuando se alcanza el punto álgido de la experiencia y quizá hallemos un humillado y maltrecho fragmento de lo que fue un estupendo hígado graso o, por el contrario, una reluciente porción de un paté que con suerte contiene un veinte por ciento de hígado de oca o pato. 

Y no es que niegue a los locales tradicionales y de menores precios el derecho a evolucionar. Es más, aplaudo la iniciativa. Pero la cocina es algo serio y requiere su esfuerzo: evolucionar no es copiar a la ligera, requiere su aprendizaje. Freír unos calamares tiernos, crujientes, sin resultar aceitosos es un arte, pero su dominio no otorga la infalibilidad en los fogones y la exploración de nuevos territorios culinarios requiere de algo más, al menos leer.

Así están las cosas, o así están los hígados, pero no son la única moda que invade nuestras cartas. No sería justo olvidar a otro protagonista: el rulo de cabra. Delicioso cuando es de calidad y está en su punto óptimo de maduración, este queso era casi un desconocido hace apenas dos décadas. Tiene su origen en el queso francés Sainte-Maure de Touraine de las comarcas del Indre y el Loira y cuyo origen algunos estudiosos sitúan en tiempos de Carlomagno. Su método de elaboración ha sido importado en infinidad de zonas queseras con mejor o peor fortuna. En algunas queserías se obtienen productos de extraordinaria calidad que se ofertan como rulo de cabra junto con otros quesos cuya textura me recuerda a las blancas protecciones que envuelven algunos electrodomésticos. Su precio asequible y su versatilidad en la cocina (ni más ni menos que la de otra centena de quesos) lo han convertido en otro indiscutible protagonista de las cartas de raciones y tapas, generalmente acompañado de una rojiza confitura o de cebolla caramelizada que casi nunca es caramelizada, sino sofrita.

Hay sin embargo, quienes en el culmen de la creatividad ofrecen “tarro de foie con rulo de cabra y piña caramelizada”… La curiosidad es osada y probamos. El tarro, era eso, un tarro de cristal… Valga la licencia
creativa; el interior una pasta con textura de mahonesa y aproximado sabor a foie con tres o cuatro bolindres con sabor a un indeterminado queso y unos trozos de piña que quizá vio la plancha, aunque no hicera mucha mella en su color y textura..

Y no vienen solos el foie y el rulo: de su mano llegan la cebolla caramelizada y los frutos rojos, los que sean pero rojos. Lo cierto es que no son guarniciones desdeñables ninguna de las dos, el suave dulzor de una y la acidez y aromas de otra son acompañamientos que producen muy placenteras sensaciones. La desazón comienza cuando tras el anuncio de los frutos rojos aparece sobre el foie o sobre el rulo un cucharón de fresones, arándanos, grosellas y algún madroño a los que se ha dado un paseo por el microondas sin siquiera haberlos llegado a descongelar. O bien cuando la cama de cebolla caramelizada es un indigno catre de sofrito al que apenas se le ha escurrido el aceite sobrante.

Y lo que más sorprende de quienes perpetran tales desmanes es su descaro pues siempre firman sus trabajos, eso sí, invariablemente con un más o menos artístico trazo de un jarabe negruzco al que llaman reducción de Módena. Rúbrica que no solo aparece con los hígados y quesos sino en los lugares más
insospechados como en una ración de algo que pretendía ser una pluma ibérica, ocasión ésta de firma sobresaliente no tanto por el arte como por su generosidad.

Que el foie, el rulo, los frutos del bosque y la cebolla caramelizada estén de moda ni es bueno ni es malo. Es simplemente eso, una moda, como lo fueron los revueltos o los pimientos del piquillo rellenos de casi todo que no hace mucho poblaron todas las cartas. Llegará un día en que la moda pase y perduren en algunas cartas y de otras desaparezcan. Tan solo es cuestión de usarlos con mesura y conocimiento y que la loable innovación no se convierta en mediocridad.

Y a estas alturas del artículo me doy cuenta de su tono criticón. Debe ser la cocina lugar de buenos aires y mejores humores, así que pido disculpas por el tono y en mi descargo digo que necesitaba este desahogo porque las amarguras largo tiempo guardadas acaban provocando malas digestiones. Trataré de enmendar la rudeza con dos propuestas de aperitivos con foie y con rulo como está mandado, pero, con la venia, sin cebolla ni rojizos frutos.

Vol au vent de huevo poché de codorniz con foie
Para la primera, tan solo hay un secreto: ser avaro con el fuego, pues más simple no puede ser la elaboración de este bocadito.
Los vol au vent los compré, que no ando ducho en la elaboración del hojaldre aunque algún día habré de investigarlo porque no encuentro vol au vents de la talla deseada y estos quedaban un poco escasos. Por lo demás, se envuelven los huevos de codorniz en papel film previamente untado de aceite y se pasan por agua hirviendo poco más de 45 segundos. El foie fresco cortado en trocitos del tamaño deseado se marca en la plancha y se corona la tapa con un poquito de trufa negra y sal en escamas.

Revuelto de puerro con rulo de cabra
La segunda tapa es quizá más simple: un revuelto de juliana de puerro previamente sofrita montado sobre pan tostado y coronado por una rodaja de rulo que fundirá ligeramente con la temperatura del revuelto, no requiere más calor. El único consejo es no cocinar demasiado el revuelto para que quede cremoso y, si se quiere, añadir un toque de moscada.
 La sopa prometida en el título se la dejo a manos más avezadas en la innovación y la tortura.

domingo, 18 de mayo de 2014

Roastbeef de retinto y la penitencia de Larra.


De la puerta entornada de la cocina va surgiendo un aroma que avanza sugerente por el pasillo. Una aroma en el que se entremezclan recuerdos de algunas hierbas con los tostados de un lomo alto de retinto que promete alianzas prodigiosas con un tinto que espera paciente el encuentro.

Entre el cotidiano devenir de las recetas impregnadas de tradición y olor a familia y los experimentos con técnicas o combinaciones más osadas, siempre dejo un espacio para abrir la cocina a los grandes clásicos. Del mismo modo que entre las lecturas que jalonan los días, técnicas unas, actuales otras, de vez en cuando alojo en ese espacio de la mesilla de noche a Juan de Mairena, Ana Ozores, Aureliano Buendía, Macbeth o Ulises, que si bien está el cotidiano sustento y el gusto por la novedad, no menos alimento supone la maestría consagrada.

Grandes clásicos que, por cierto, casi han desaparecido de las cartas de los restaurantes. Salvo en contados establecimientos, generalmente en grandes capitales, es difícil encontrar un tournedó Rossini, un lenguado meuniere, un pescado a la Chambord, una liebre a la royale o cualquier otra de las preparaciones que se ganaron su sitio en el Olimpo gastronómico. Son bienvenidas la experimentación y las nuevas tendencias culinarias, pero un rinconcito de la carta bien podría reservarse a estos añorados platos.

Quiero que, si caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Perigueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la deliciosa espuma del Champagne.” (El castellano viejo. Artículos de costumbres. Mariano José de Larra)

Tanto repugnó a Larra lo vivido en el convite que refiere en El castellano viejo que, caso de volver a pasar por tal experiencia, se impone como penitencia privarse de sus más apreciados manjares. No oculta su gusto afrancesado, mas encabeza la lista con un británico roastbeef.

Y no es de extrañar que entre los refinados gustos de D. Mariano José tuviese lugar preeminente este asado concebido en las cocinas inglesas, pues pocas preparaciones hacen tanto honor a las excelencias de la carne de vacuno.

Recetas de rosbif (la Real Academia recoge en su diccionario la forma castellanizada del término inglés) hay muchas aunque todas coinciden en su esencia: un asado de una pieza de vacuno bien tostado por fuera y rosado en su interior. Hay versiones que tienden a cocinarlo más y otras que rozan la crudeza, yo me inclino por estas últimas, aunque nunca dejándolo sangrante. Hay recetas que incluyen algunas hierbas o especias y otras que optan por mantener la pureza de la carne. En todos los casos, si la elaboración ha sido cuidada y la pieza la adecuada, encontraremos un bocado tierno, sabroso y respetuoso con las cualidades de la carne.

Y es un rosbif el culpable de esos aromas que impregnan el pasillo y que iniciaban este artículo. Se trata de una de esas veces en que, con la debida reverencia, pongo manos a la obra con un clásico.

La elección de la pieza de carne es el primer paso hacia el éxito del lance. Una vez más ha sido Carnicerías Donoso el proveedor y consejero: un lomo bajo de retinto.

Hay que decidir si dejar que la carne hable en solitario o que algún aliño en la justa medida acompañe sin restar protagonismo a quien debe tenerlo: opto por una mezcla de aceite de oliva virgen, un poco de mostaza, romero y tomillo. Una vez salada con mesura la pieza de carne y comprimida en una malla, la untamos con la mezcla.

Tras un breve reposo de media hora, en una plancha bien caliente creamos esa costra que será cárcel dorada de los jugos y aromas del retinto y que es quizá la clave de la preparación. Pues, tras el bullicioso crepitar de su paso por la plancha, es la cálida y sosegada reclusión de las esencias de la carne lo que obrará el rosado prodigio.

El horno precalentado y una cocción de unos veinte a treinta minutos por kilogramo de carne hacen el resto. Prefiero los veinte minutos y un poco de reposo en el horno ya apagado. Siempre me inclino por la versión más rosa, más cruda del rosbif, pero es cuestión de gustos.

El cuchillo hiende la pieza y abre un libro sonrosado donde se leen páginas de campo y dehesa. Las hierbas y tostados del exterior son suave prólogo de la ternura y los aromas del retinto. En la copa, un Nadir tinto que durmió cuatro meses en la quietud del roble mezcla sus violáceas frutas con las carnes en una perfecta y equilibrada armonía. Retinto y vino de la Tierra de Barros productos de la tierra de Extremadura para recrear un gran clásico británico.







viernes, 9 de mayo de 2014

Las collejas, tradición y un cuarteto de tapas.



Hablábamos en un artículo anterior de las muchas plantas que nos ofrecen nuestros campos y ya amenazaba con dedicar un monográfico a la colleja (Silene vulgaris).

Al igual que con las ortigas, las recetas que habitualmente utilizamos para las espinacas dan buenos resultados con las collejas. Si bien las ortigas no son frecuentes en la cocina popular extremeña, las collejas sí aparecen en los recetarios tradicionales. La tortilla, con o sin patata, es quizá la preparación más habitual. También podemos encontrar collejas en los potajes cuaresmales de nuestros pueblos, que resultan algo menos ácidos que los elaborados con espinacas.

Resulta aventurado hablar de la mejor receta de tortilla y mucho más osado sería tildar alguna como “la auténtica” pues hay tantas como gustos. Aun así, me permito reseñar el modo que mejores resultados me ha brindado: prefiero freír la patata por separado, saltear las collejas en un poco de aceite y una vez alcanzados el punto adecuado en cada una (dos o tres minutos para las collejas), mezclar ambas con el huevo batido y cuajar la tortilla. Se obtiene un resultado con jugosidad, sabor y texturas más atractivas dejando el huevo poco hecho; y en cuanto a las cantidades: una proporción aproximada de una parte de patatas para dos partes de collejas. ¿Cuánto huevo?... Pues como la harina de la repostería tradicional: ¡el que admita!


Animado por la escritura de este artículo he buscado algunas alternativas sencillas a las preparaciones más conocidas de la colleja y el resultado ha sido un cuarteto de tapas con una base de collejas ligeramente salteadas en un poco de aceite de oliva virgen. Buscaba sabores suaves que no ocultasen la personalidad de la colleja pero con la suficiente fuerza para equilibrar su protagonismo. La primera decisión ha sido evitar la tentación de las especias y del sofrito con ajo (muy a pesar de mi condición de ajoadicto) y centrarme en el sabor de los ingredientes principales.

Con queso y nueces: base de pan tostado, capa de collejas salteadas, lámina de queso gouda y unos trocitos de nueces. Si hubiese tenido a mano un Arzúa, probablemente habría probado con él y quién sabe si, como guiño a las tierras gallegas, le hubiese añadido un laminita de membrillo. Podría hacerse también con torta de La Serena, pero no respondo del equilibrio de sabores. Un brie podría ser otra buena opción... si alguien decide ensayar, le animo a compartir resultados. Rematamos con un golpe de grill o microondas para fundir ligeramente el queso.

Con huevo de codorniz: base de pan tostado, capa de collejas salteadas y un huevo frito de codorniz con un poco de sal en escamas aromatizada con boletus. No estaría mal probar con algo de pimentón de La Vera.

Rollito de bacon relleno de collejas salteadas. Puede sujetarse con un palillo pero he preferido utilizar una tira de puerro para atar el rollito. Terminar a la plancha hasta dorar un poco el bacon.

Con salmón: una cama de collejas salteadas y un trocito de salmón fresco marcado a la plancha, completar con un toque crujiente de sésamo y sal Maldom.

No es fácil la elección del vino, pero un Muscat de Bodegas Coloma puede proporcionar buena compañía a este cuarteto.