"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós
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sábado, 21 de febrero de 2015

Evocaciones de caldo y lareira


Cuando el camino alcanza algún altozano, un mar de colinas y valles se deja ver a duras penas entre velos de niebla. Asoman carballeiras y prados, sotos de loureiros y bosquecillos de eucaliptos o castaños. Y en los jirones de niebla viajan atrapados humos de lareira que portan aromas de leña, de caldos de grelos y unto, aromas de chacinas y guisos. Aromas de hogar, de lar, de lareira que los tres términos comparten orígenes y calor.

Así, traída por los vapores que emanan de una olla, mi memoria evoca esa Galicia interior plácida, mágica, misteriosa y entrañable. Porque pocas sensaciones resultan tan evocadoras como los aromas de una cocina y pocos olores me parecen tan gallegos como los de su caldo.

Quizá parte de esta confesa adicción al caldo de grelos me venga “de fábrica”. Muchas veces he escuchado a mi padre contar que en los largos periodos que en su infancia y juventud pasaba en la finca familiar de Lobagueiras, en Bendaña, cerca de Puente Ledesma, el caldo gallego se servía todas las noches y que ello no solo no era motivo de aburrimiento, sino que las cenas sin caldo resultaban extrañas y de poco agrado a la numerosa familia allí congregada: hijos y nietos del pintor valenciano José María Fenollera Ibáñez, afincado y casado en Santiago de Compostela y del que su biógrafo y nieto, D. Alfonso Fernández-Cid, en su obra Fenollera, pintor gallego por amor, narra lo siguiente:

Fenollera nunca quiso probar los grelos, típica verdura gallega, el aspecto no le agradaba, pero, en una comida de compromiso, no tuvo más remedio que tomarlos, y tanto le gustaron que exclamó:

-¡Qué catorce años me perdí sin tomar una cosa tan rica, como este caldo de grelos! Acto que repitió en muchas ocasiones. A partir de entonces, cada vez que había en casa caldo con grelos, se ponía un cazo más, para recuperar lo que no había querido probar durante tantos años.


No resulta tarea fácil elaborar un caldo gallego en Badajoz. Pero no es la complejidad de la receta sino la dificultad para encontrar los ingredientes, lo que convierte esta preparación en una pequeña aventura: el unto -y no hay caldo gallego sin unto-, esa manteca salada, delicada y ligeramente enranciada y ahumada es prácticamente desconocida en nuestra región y no he encontrado forma de conseguirlo que no sea el favor de alguna buena y caritativa amistad. Si existe alguna tienda on-line que lo suministre, no he dado con ella. Patatas y alubias no presentan dificultad, pues aunque quisiéramos utilizar patata gallega, lo cual sin duda aconsejo, tampoco es difícil de encontrar en algunas grandes superficies.

Otro capítulo de la aventura lo protagoniza la verdura: el grelo es una verdura ausente o casi ausente en la cultura culinaria extremeña. No sé si existe alguna receta que los incluya entre sus ingredientes en Piornal , donde debe cultivarse con profusión a juzgar por la lluvia de nabos que le cae al jarramplas el día de San Sebastián. Grelos y nabizas son la parte verde de la planta del nabo.

No obstante, entre las muchas riquezas gastronómicas y culturales que aporta la situación fronteriza de Badajoz con Portugal, se encuentra el poder disponer de grelos y nabizas con abundancia. Siempre me ha llamado la atención cómo una delgada línea de carácter histórico y político, pues ni siquiera hay accidente geográfico destacable que nos separe, puede delimitar dos mundos gastronómicos tan diferentes. Sirva el grelo como ejemplo, tan presente en Galicia, tan presente en Portugal e inexistente en la culinaria pacense.

Puede elaborarse también el caldo gallego con berza, que aunque no se comercializa, es relativamente fácil de conseguir si tenemos conocidos que cultiven algún huerto. Pero dado que la berza se planta, en muchos casos, más con fines forrajeros que de alimentación humana hay que estar atento y no ofenderse ante un posible comentario más espontáneo que malicioso. Recuerdo la sorpresa de mi madre hace ya bastantes años cuando pidió una berzas y por respuesta obtuvo “¡Ah, coge las que quieras! son para los cerdos” (o cabras, no recuerdo).

Sólo he citado cuatro ingredientes: grelos (o berzas), patatas, alubias y unto, pues estos eran los ingredientes del caldo que se elaboraba en la casa familiar. Consultadas muchas de las recetas que se encuentran en Internet y en algunos libros de cocina actuales, pudiera parecer una fórmula excesivamente simple y humilde, pues muchas incluyen chorizos, huesos, distintas partes del cerdo, carnes… Después de consultar también otras fuentes de mayor tradición podría concluirse que esta sencilla fórmula es el caldo gallego más humilde pero ninguno de los autores reseñan una fórmula única, sino que dejan abierta la posibilidad de enriquecerlo según el gusto y las posibilidades del artífice.

La Condesa viuda de Pardo Bazán, que además de escritora debía ser docta cocinera , escribió dos soberbios volúmenes: La cocina española moderna y La cocina española antigua, este último, que comenzó a publicarse en la Biblioteca de la Mujer en 1892, ha sido una de las obras consultadas en su edición de 1913 y explica:

Se pone á cocer agua en una olla, y en ella se echan las alubias escogidas y limpias. Cuando hierven se añade un poco de agua fría para que se pongan tiernas, y, cuando no sobrenaden, estarán cocidas.

Entonces se sala y se agregan las patatas, que ya estarán cortadas, y la verdura, que también lo estará groseramente; todo ello se habrá lavado antes en varias aguas, y la última, hirviendo á fin de que, la echarlo en la olla, no se interrumpa la cocción.

Se añade unto y grasa, que puede ser de la aprovechada de fritos, etc. El unto es cosa labriega, es lo clásico. Si se pone, debe estrujarse después de cocido, para que la garsa se reparta por el caldo. Este caldo mejora con toda grasa, y si se le añade rabo, oreja ó costilla de cerdo, le sienta muy bien.

Toda verdura con que se haga e caldo, debe estar á remojo en agua desde la víspera, á fin de que pierda el ázoe. La berza gallega hay que refregarla mucho antes de ponerla en el caldo, para que suelte el verdín. Los grelos deben cocer con la olla descubierta y dentro de la olla, un cucharón de palo.


Álvaro Cunqueiro en La cocina gallega, editado en gallego en 1973 y en castellano en 2004, explica en el capítulo dedicado a los caldos: “… El caldo, de berza, de grelos, de repollo, se puede hacer de muchas maneras. Se puede hacer un caldo pobre, por toda grasa un poco de unto, y luego se ponen las habas (sic) [se supone un error de traducción de la edición en castellano y que se refiere a fabas, judías] a hervir con el unto, y luego se echa la verdura picada, y a poco las patatas- Pero el caldo puede mejorarse, y entonces, cuando se ponen a hervir las habas (sic), se añade la carne de cerdo, y al final la verdura y las patatas bien cortadas, y un chorizo que estalle en el caldo.

Por último, cito una de las obras clásicas de la cocina española: La cocina práctica de Picadillo, seudónimo de D. Manuel María Puga y Parga, nacido en Santiago de Compostela en 1874 y que se definía así mismo como “ciudadano pacífico, conservador, viajero de primera en trasatlántico, espadachín, juez municipal en Arteixo, adjunto del juzgado de La Coruña, fiscal municipal, concejal, alcalde, vicario, otra vez alcalde y otra vez ciudadano pacífico” olvidándose de mencionar sus facetas de periodista y gastrónomo.

Picadillo es mucho más categórico al hablar del caldo gallego en La cocina práctica:

El verdadero caldo gallego no es lo que nos describen muchos autores culinarios, ni lo que con tal nombre nos dan en Madrid y en otros puntos, haciendo intervenir en él profusión de carnes e infinidad de embutidos.

El caldo gallegos típico, en exebre (sic), el de verdad, se reduce sencillamente a una mixtura de patatas, judías, verduras y unto de cerdo, rancio, y nada más. Sobra, por lo tanto, las carnes de ternera fresca, las carnes de cerdo saladas, los chorizos, aunque sean de Lugo, los tan cacareados lacones y todo lo demás que la poesía culinaria ha hecho intervenir en semejante plato, dándole, sí, un sabor mucho más agradable, pero quitándole lo que tiene de típico y regional, convirtiendo el manjar en plato digno de ser comido en vajilla de porcelana de Sevres, con cuchara de plata cincelada…


Sin ánimo de desautorizar a Doña Emilia ni a Don Álvaro ni a otros muchos autores, me quedo con la descripción de Picadillo, quizá por ser la fórmula que siempre he conocido en la familia.

Y tras este repaso bibliográfico, humilde como el caldo, vuelvo a visitar la olla, no porque lo requiera, que bien poco cuidado precisa, sino para olfatear y evocar ora prados y aldeas, ora las losas de las ruas compostelanas.
 Ya terminado y publicado el artículo, el amigo y excelente bloguero Valentín Domínguez me envía nuevas recetas, añado la de Cándido en "La cocina española", el libro de oro de la gastronomía.:







martes, 11 de noviembre de 2014

AROMAS DE OTOÑO EN LA MESA


Las dehesas, los encinares y los alcornocales extremeños revelan en el verano su semblante más inhóspito, su sequedad, el sonido a veces atronador, a veces inquietante de las cigarras, la hirsuta vegetación que cubre su tierra polvorienta y reseca. Los verdes apagados de las encinas y los ocres de la vegetación herbácea ya agostada componen un bello lienzo de tonalidades austeras y cálidas.

Pero es una tierra generosa y bastan unas pocas lluvias septembrinas para que despierte de su letargo de estío, sonría y el lienzo verdeguee tapizado de párvulas y lozanas hierbezuelas. Y cuando la otoñada llega temprana y las lluvias no traen de la mano los primeros fríos, mientras recuperan su fluir los arroyos, pocos días antes secos cauces pedregosos, otro despertar se va gestando y el suelo comienza a reventar ofreciendo boletus, lepiotas, amanitas, psalliotas, russulas y un sinfín de formas caprichosas que añaden el encanto de sus colores y de sus siluetas misteriosas al tapiz de hierba, hojarasca y bellotas.

Este año las lluvias han sido madrugadoras y las temperaturas templadas y las dehesas se han mostrado pródigas en boletus y amanitas cesáreas. Un regalo para el paladar.




Tras las lluvias que lo hicieron emerger de su vida subterránea, el boleto en su corta existencia habrá admirado el vuelo de la tórtola y del alcaudón, la silueta del milano y quizá del buitre, sentido cerca el hozar del jabalí y el trote del cochino ibérico; habrá visto atardeceres de fuego y perlados amaneceres de rocío abrazado por aromas de jara y tierra mojada. Todo ello evoca en sus profundos aromas. Aromas que sazonan de campos otoñales los platos en los que interviene y lo hace sin disimulo porque es soberbio e incapaz de pasar desapercibido.

En la cocina puede protagonizar en solitario deliciosos salteados o carpaccios, ser ingrediente destacado de revueltos, guarniciones, croquetas, arroces, empanadas, hojaldres y lo que los límites de la imaginación del cocinero permita o puede aparecer casi como si de un condimento se tratase porque tal es la intensidad de sus perfumes, que utilizado en pequeñas cantidades es capaz de aromatizar con intensidad los guisados a los que sea invitado.

Las virtudes gastronómicas de los boletus están prolijamente glosadas en multitud de publicaciones impresas y digitales y se cuentan por cientos las fórmulas culinarias en las que intervienen con mayor o menor protagonismo. 

Para culminar un bonito día otoñal generoso en sensaciones y en boletos, optamos por una preparación sencilla y rica en aromas y texturas. Para mi gusto, quizá una de las combinaciones en las que el boleto desempeña su papel con más elegancia y finura.

Huevo poché sobre boletus con foie.

La preparación consta de un salteado de boletos, un huevo poché por comensal y un filetito de foie fresco de pato u oca, también por comensal.


El salteado de boletos puede aromatizarse con ajo o alguna especia. Puede hacerse más o menos tiempo, dependiendo de la textura que queramos obtener y puede cortarse tanto en lámina más o menos gruesa como en dados. Prefiero poco hecho y sin añadido alguno, si acaso un golpecito de pimienta negra.

El huevo poché es el único paso medianamente delicado de la preparación pues debe observarse bien el tiempo y la temperatura para que no quede ni crudo ni duro, sino con esa deliciosa textura cremosa. Engrasamos con aceite o mantequilla, según el gusto, una lámina de film que soporte la temperatura, formamos un saquito y cerramos atando con hilo. Se sumerge unos cuatro minutos en agua hirviendo.

El foie simplemente se marca por ambos lados en la plancha.

Al emplatar se sala el conjunto con unas escamas de sal. En esta ocasión he utilizado unas escamas negras.

La elección del vino para este plato nos abre un interesante abanico. Me inclino por algún Sauvignon Blanc o Chardonnay ambos con algo de barrica, pero no creo que algún tinto de corta crianza y poco tánico hiciese un mal papel, quizá Merlot. Y creo que sería muy interesante probar cómo se comporta un Tokaji.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Noche de vino y tapas. Cuarto acto: en estado puro




No son pocas las grandes carnes de vacuno que ofrecen las regiones de España. La cachena, la rubia y algunas más en los confines del noroeste; por el centro peninsular, la avileña, la morucha y las que pacen por las serranías del Guadarrama; el ganado de los montes cántabros, astures, vascos, navarros y del Pirineo catalán y los retintos que se nutren de las esencias de las dehesas de Extremadura, Andalucía y otras regiones centrales. Una paleta de texturas y aromas forjados en los herbazales de llanuras y montañas.

Son carnes que, bien reposadas, ofrecen delicadas texturas y exquisitos aromas. Sobradas en sabor para protagonizar excelentes preparaciones: estofados, asados, carbonadas, ossobucos, goulash, strogonoff, pot au feu, tartares, sauerbraten, tafelspitz y cuantas preparaciones podamos imaginar en el más fantástico viaje por los fogones de la vieja Europa y, por qué no, también de otras latitudes.

Son frecuentes los debates y porfías que surgen sobre el respeto a las materias primas. Y en ellos nunca me alineo con quienes afirman que cocinar una carne o un pescado con más o menos aditamentos sea un atentado contra su esencia ni oculte sus virtudes. Cuando una receta es equilibrada y sus ingredientes son administrados con mesura, más que ocultar las virtudes del producto, las ensalza en una creación que fusiona aromas y texturas y da origen a una obra coral enriquecida por los discursos de cada uno de sus protagonistas. Pues tanto se puede disfrutar con los monólogos como con el más prolijo de los elencos si está bien dirigido y sus textos mantienen la coherencia.

Sin embargo hay veces que las ocasiones y los productos requieren del cocinero que evite los artificios, decline el lucimiento y ensalce el producto sin más condimento que su propia esencia: que opte por el monólogo y permita recitar al protagonista toda su sabiduría en solitario. Son esas veces que el buen gusto aconseja acordarse de Eugeni d’Ors, que dijo: “Entre dos explicaciones, elige la más clara; entre dos formas, la más elemental; entre dos expresiones, la más breve.” Y que me permito imaginar que, con tales postulados, si se hubiese dedicado el filósofo a los fogones sin duda habría recomendado las más simple de las preparaciones y la más breve de las cocciones.

Este cuarto y último acto de nuestra noche de vino y tapas llena las copas con un monovarietal de Garnacha con la crianza justa para redondear el vino y permitir que las uvas preñadas de aromas en la austeridad de las laderas de las estribaciones de Gredos digan todo lo que tienen que decir sin más adornos que su propia sabiduría. Así es el Hombre Bala, un vino que conserva toda la esencia de la Garnacha sutilmente ensamblada con la crianza en roble francés gracias a los mimos del Comando G.

Ante tan contundente y puro discurso en la copa y con un bien reposado solomillo de retinto entre bastidores, se me antoja que para estar a la altura de una garnacha tan parca y sabiamente abrazada por la madera no habrá mejor tratamiento para la carne que un enérgico abrazo de calor que confine todos sus jugos y aromas. Pues cuando se trata de mantener puros los sabores no creo que haya elaboraciones que mejor ensalcen el producto del sabio pastoreo y los ricos pastizales ibéricos que el roast beef, las brasas o la plancha. La plancha fue la elegida puesto que la brasa aporta otros sabores que no me convencían para la suavidad del vino y para el roast beef se requiere de otras piezas, como el lomo alto.

Sin embargo uno no se resiste a dejar de enredar en los fogones y quise acompañar el solomillo con una salsa de tuétano, eso sí, servida aparte en una salsera para que sea la voluntad del comensal la que decida.

Solomillo de retinto a la plancha y salsa de tuétano.

Poco puede decirse de la receta de una carne a la plancha. Tan solo que la plancha esté muy caliente, que demos a la carne sosiego sacándola del frigorífico con tiempo suficiente para que se atempere y que no extraigamos sus jugos salándola antes de tiempo.

En esta ocasión, puesto que se trataba de una cena de varios platos y poco copiosos, utilicé unos tacos de solomillo de entre tres y cuatro centímetros en lugar del clásico medallón y los salé con unas escamas de Maldom ya en el plato.

Salsa de tuétano

Doramos en el horno cinco o seis huesos con tuétano. Extraemos el tuétano y lo reservamos.

Hacemos un caldo con los huesos dorados, carne de ternera o buey, una zanahoria, puerro y una cebolla que, partida por la mitad, habremos dorado en la plancha. Desespumamos el caldo las veces que sea necesario y tras dos o tres horas de cocción, colamos y desgrasamos.

Volvemos a poner el caldo en el fuego y reducimos al menos un cincuenta por ciento. Añadimos un chorrito de Oporto y dejamos reducir otros diez minutos para que se pierda todo el alcohol. Incorporamos los tuétanos y batimos hasta obtener una mezcla perfecta.

Esta es la cuarta entrega de una Noche de vino y tapas en cuatro actos.
1.Noche de vino y tapas. Primer acto: los diálogos de la sardina y el Sauvignon.
2.Noche de vino y tapas. Segundo acto: higos y codornices para una uva francesa
3. Noche de vino y tapas. Acto tercero: bonito trío para una garnacha.

viernes, 29 de agosto de 2014

Noche de vino y tapas. Acto tercero: bonito trío para una garnacha.


Apuramos las copas de Sauvignon y las últimas porciones de quesos de cabra. Aromas de campos y frutas que dejan elegantes recuerdos en el paladar. Pero la noche de vino y tapas avanza y se avecina un cambio.

El tercer acto de esta Noche de vino y tapas tiene protagonista de tierras aragonesas y nos llevará al tinto en la copa y en el plato de regreso al mar.

La francesa Sauvignon dará paso a la española Garnacha, que también ha adquirido merecida fama como Grenache en los Châteauneuf du Pape franceses. Muchas han sido las vicisitudes de la garnacha en la historia de la viticultura española, aunque afortunadamente parece que va recuperando el lugar de honor que le corresponde. En este sentido, merece la pena leer el excelente artículo de José Peñín: “La Garnacha, la uva nacional” y los más fervorosos aficionados a la garnacha no deberían perderse el vídeo del proyecto "Garnachas de España".

Cuando los viñedos de garnacha son tratados con mimo producen vinos generosos en fruta, parcos en taninos, equilibrados y sedosos. La agreste dureza de las tierras bilbilitanas se torna en suavidad y frutosidad en el Honoro Vera 2013 de Bodegas Ateca. Algunos recuerdos minerales y especiados afloran también en este tinto que protagonizará este tercer acto de nuestra noche de vino y tapas. Experiencia no le falta, pues formó parte del elenco de vinos de la cena de la última gala de los premios Oscar de Hollywood.

Ya expresaba en el artículo precedente que no soy dado a los dogmas y menos a los que restringen las posibilidades de expresión en la mesa, de modo que al igual que al blanco Impromptu le buscamos compañía entre las carnes, a este tinto le hallaremos pareja en los mares.

Voy a la pescadería y un espléndido bonito, todavía entero, del que aún cuelga el marchamo de la Lonja de Burela (Lugo) me da la idea. Y elegida la materia prima queda pensar en una elaboración: las carnes del bonito regalan toda la delicadeza de su aroma en preparaciones en crudo. Alcanzan la excelencia en texturas y potencian su aroma marino preparadas a la plancha o en tatakis. Y ligan guisos excelentes con marmitakos y otros guisos marineros. Y en este dilema me viene a la memoria Salomón y su sabia sentencia. No ha de ser una preparación sino las tres: un bonito trío de bonito será quien se entienda con la joven garnacha aragonesa y le hable del Cantábrico.

Tartar de bonito


Picamos el bonito a cuchillo en taquitos de no más de medio centímetro. La fruta elegida la picaremos en trocitos del mismo tamaño. Habitualmente utilizo manzana, si se quiere dar un toque más aromático y tropical puede utilizarse mango. En esta ocasión, un olvido me dejó sin manzana ni mango en el momento crítico y cierta pereza para ir a hacer una compra de urgencia por una parte y ciertas ganas de experimentar, por otra, nos llevaron a probar con melocotón poco maduro y el resultado no ha sido nada malo. Podríamos haberlo argumentado como un guiño a Aragón, dado el origen del vino y la fama de los melocotones de Calanda, pero seamos honestos: la presencia del melocotón fue fruto de un fallo de memoria.

Un poco de escalonia (chalota) muy picada, alcaparras, una cucharadita de mostaza antigua, salsa Perrins, pimienta y sal y un chorrito de aceite de oliva virgen serán el aliño. Solo queda mezclar a conciencia todos los ingredientes.

Tataki

He podido consultar infinidad de recetas de tatakis con más o menos ingredientes, más o menos sofisticados. Pero he optado por la más simple de todas en cuanto a ingredientes: bonito y salsa teriyaki. Nada más.

Partimos de un lomo de bonito, que tendrá originalmente una forma más o menos triangular con uno de sus vértices con carne mucho más oscura. Nos quedamos con la parte central obteniendo una forma más o menos rectangular o cuadrada. Los recortes resultantes nos servirán para la siguiente receta.

Mojamos por todos los lados con salsa teriyaki, envolvemos en film de cocina y dejamos en el frigorífico cuatro o cinco horas.

Calentamos una plancha con un poco de aceite y pasamos el bonito dejándolo no más de medio minuto por cada lado. Se trata de dorarlo por fuera y dejarlo crudo por dentro. Una vez templado volvemos a envolver en film y dejamos en el frigorífico que se enfríe totalmente: se cortará mejor muy frío.

Cortamos en lonchas más o menos finas, según el gusto y añadimos unas escamitas de sal por encima. En esta ocasión utilicé unas escamas de sal negra por dar más vistosidad, puesto que no suponen ninguna variación sustancial de sabor con respecto a otras escamas.

Marmitako (con muchas licencias y alguna fantasía)

El marmitako es probablemente el más afamado de los guisos de bonito. Como suele suceder con las recetas de mucha tradición, algunas de ellas con más o menos variantes se disputan el honor de ser la auténtica. Como ya he expresado en más de una ocasión mi opinión sobre las pugnas por la “autenticidad” de las recetas tradicionales, no me extiendo sobre ello. Pero, en esta ocasión, sí entono el mea culpa y pido disculpas por las transgresiones de la “ortodoxia marmitakera”. Pido perdón por si a alguien he ofendido con la adulteración de la receta, mas no me pida arrepentimiento, porque visto el resultado volveré a pecar.

En esta elaboración he buscado respetar el sabor y jugar con otras texturas y otros puntos de cocción.

Utilizamos un buen corte de bonito o, en nuestro caso, volvemos a los recortes que resultaron de dar forma cuadrada al lomo de usado en el tataki. Obtenemos unos daditos de un centímetro y medio más o menos. De ese corte nos quedarán trozos más irregulares o más pequeños: no los desechamos, todavía han de dar juego. Apartamos sin cocinarlos.

Cortamos pimiento rojo y verde en brunoise y sofreímos dejándolos al dente. Apartamos

Con las espinas del bonito, un poco de puerro y zanahoria preparamos un fumet o caldo. Reservamos.

En ese mismo aceite sofreímos cebolla, ajo, pimiento verde y rojo y tomate maduro con una hoja de laurel. Una vez pochadas todas las verduras añadimos carne de pimiento choricero, los trozos más irregulares sobrantes de hacer los dados de atún y unos dados de patata. Cubrimos con vino blanco y el fumet a partes iguales. Dejamos cocer hasta que la patata esté en su punto.

Separamos la patata y los trocitos de atún, que ya han dado su servicio, es decir, que podemos dar cuenta de ellos con un vasito de vino porque no los utilizaremos en la presentación final.

Pasamos el sofrito y el caldo sobrante por batidora y chino.

En esta ocasión emplaté en una imitación cerámica de cocotte en miniatura. Una cazuelita de barro puede ser otra buena opción.

Disponemos los dados de patata en el fondo. Cubrimos con una generosa cantidad del guiso que hemos pasado por chino y encima colocamos los dados de bonito recién marcados en una plancha bien caliente. Debemos ser muy rápidos porque no queremos que se hagan demasiado: dorados y poco hechos por dentro. Decoramos con los pimientos verde y rojo que habíamos apartado.


Satisfecho con los resultados, a la hora de escribir este artículo la curiosidad me puede y rebusco opiniones y experiencias sobre el maridaje bonito – garnacha. Por más que leo y releo maridajes de la garnacha, en ninguno aparece ni el bonito ni el atún, sin embargo sí a la inversa: muchos maridajes del bonito sugieren tintos jóvenes suaves y frutales, incluso algún autor sugiere concretamente la garnacha… En esa afanosa búsqueda encuentro un precedente: la chef Yolanda Román en la inauguración de su restaurante La Loja, en Caños de Meca, sirvió un atún confitado acompañado de un tinto de garnacha… y cuál es mi sorpresa que no fue otro que el Honoro Vera.

Ingredientes:
Para el tartar: bonito, una fruta (manzana, mango o melocotón ), escalonia (chalota), alcaparras, mostaza antigua, salsa Perrins, aceite de oliva virgen, sal y pimienta.
Para el tataki: un buen lomo de bonito, salsa teriyaki, aceite de oliva y sal en escamas.
Para el marmitako: bonito, pimientos rojo y verde, cebolla, ajo, patatas, carne de pimiento choricero, laurel, puerro, zanahoria, vino blanco, aceite de oliva y sal.

Esta es la tercera entrega de una Noche de vino y tapas en cuatro actos.
1.Noche de vino y tapas. Primer acto: los diálogos de la sardina y el Sauvignon.
2.Noche de vino y tapas. Segundo acto: higos y codornices para una uva francesa.