"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós

domingo, 27 de junio de 2021

Un paseo en Madrid. Aromas y sabores que evocan.

Como quiera que algunos asuntos laborales me trajeron a Madrid, dejándome ociosas las tardes, me vi paseando por la ciudad donde nací y pasé mis primeros diecinueve años y de la que el dichoso virus me ha tenido alejado más tiempo del que acostumbro.

Partía del noreste, más allá de la M30, en los dominios del acero, el cristal y la modernidad. Hui al inicio de las grandes arterias adentrándome en la circulación venosa de la Concepción y Ventas, respirando la vida tranquila de barrio en una tarde lluviosa y veraniega, hasta llegar a Manuel Becerra, donde los humos de un puesto de churros me llevaron en volandas a tardes de verbena de San Isidro, a música de tiovivos y trenes de la bruja, algodones de azúcar y churros enhebrados en un junco. Niñez.
Me dejé llevar por la calle de Alcalá. La florista ni viene ni va sino gentes de cien mil raleas y mis pasos se pierden entre tanta gente. Busco una puerta, una salida donde convivan pasado y presente. Y ahí está, la Puerta de Alcalá. Y así, rememorando momentos y canciones llego a Cibeles y evoco esperas de invierno con olor y calor de castañas asadas esperando a mi padre frente a la puerta de los jardines del Palacio de Buenavista, entonces Ministerio de la Guerra y hoy Cuartel General de Ejército.
La Plaza de Canalejas me huele a violetas y al pasar delante de Lhardy me congratulo de que se haya evitado su cierre y recuerdo mañanas gélidas entonadas con el caldo de su deslumbrante samovar. Aromas de bollería gritan desde la esquina de Sol con Mayor: la Mallorquina y sus napolitanas; poco más adelante, El Riojano y sus bartolillos; la Plaza Mayor me susurra con olor a calamares, aunque acabo por dar media vuelta y me adentro en el dédalo de callejuelas buscando emociones más fuertes para el paladar y la memoria.

Desigual contienda la que se libra entre la tradición y el pastiche artificioso, huachafero y multingüe. Y repartiendo algún que otro “no, gracias”, con hipócrita sonrisa incluida, voy sorteando cazadores de guiris que me ofrecen auténtica spanish food. Llego a Las Bravas que casi me paso de largo… emociones
encontradas, enojo y aflicción a partes iguales. Recito para mis adentros una retahíla de lo más granado del diccionario de Cela, me recompongo y pido una de bravas en un local redecorado al mas puro estilo sin estilo: ya no hay barra de acero ni banda sonora de “oído” y entrechocar de vasos y platos, en su lugar hay un local cuqui que bien podría servir sushi, hamburguesas, pizzas o tatakis de lo que sea con churrete de Módena. Sin embargo, la carta se mantiene y las bravas, al menos, conservan la receta, la de antaño: el picante justo, sus aromas de pimentón, su ligera acidez… La agitación de las papilas apacigua un poco la desazón que me provoca el decorado y parto en busca de inveterados rebozados.

Cruzo Sol, ya sin sol y con la luz de un hermoso atardecer que intuyo que bien hubiese merecido ser contemplado desde la Armería. Me asomo con recelo a la calle Tetuán y en su recodo - ¡albricias! - la misma fachada de madera, la de siempre, la de Labra con sus ciento sesenta años. Salvo algunos cambios en “el protocolo”, imagino que por motivos de la pandemia, todo sigue igual: sus maderas, los dorados de su comedor, el exiguo pasillo de los servicios. La nacarada tersura del bacalao, su rebozado, el bonito en escabeche y la caña cremosa se mantienen como los conocí de la mano de mis padres.

Buen broche de evocaciones sápidas y olorosas en una tarde de paseo por un Madrid, aun enmascarado y, como siempre, cambiante, pero Madrid al fin y al cabo.


viernes, 11 de junio de 2021

Un fin de semana redondo (y complutense)


Aminoré la velocidad, me pasé al espagueti de la derecha y tras un giro de ciento ochenta grados, la vocecilla insulsa me instaba a mantenerme a la izquierda durante trescientos metros y en la rotonda tomar el segundo espagueti. Los nudos, vueltas y revueltas de los cinturones de circunvalación de las grandes urbes me sugieren las sinuosidades de un plato de espaguetis. Espaguetis que ora transcurren paralelos, ora se entrelazan y se estiran, se curvan y vuelven y nunca se acaban. Seguimos sobre un ramillete de espaguetis que escapaba del maremágnum de bucles y se adentraba y se derramaba entre una guarnición de bloques de gelatinas de variadas alturas y formas. Un espagueti parece abandonar el dédalo desangelado de la salida noreste de Madrid, hormigones sin alma, aceros, cristales y neones. Y cuando, al fin, la carretera se hace firme y cálida y transcurre entre algunos barbechos, al poco nos abrazan las frondas de las arboledas que beben del Henares. Su verdor da solaz a unos ojos cansados de gris.

Dos o tres rotondas, un par de avenidas arboladas y desembocamos en la calle Colegios, jalonada por muros que atesoran cinco siglos de conocimiento, de letras y pensamiento, de ciencia, de historia…

Alcalá de Henares.

Alcalá era una asignatura pendiente: mi compañera de vida, venturas, desventuras y buenas mesas, filóloga a la sazón, es ferviente admiradora de Cervantes y yo, aunque extremeño de adopción, nací en Madrid y allí pasé buena parte de mi infancia y juventud. Ambos presumimos de haber organizado una olla podrida en honor al manco genio de las letras en Badajoz y ninguno de los dos habíamos puesto un pie en Alcalá ni saciado nuestro apetito en ninguna de su muchas y buenas mesas.

Mas no solo llegamos a la ciudad complutense con el ánimo de saldar la asignatura sino también siguiendo los consejos de la gran gastrónoma María Zarzalejos. Cuando alguien de su prestigio y cultura gastronómicas, tan solo empequeñecidas por su amabilidad, recomienda una cocina, hay que probarla. Si, además nos recomienda y facilita una grata charla con otro gastrónomo de pro, José Valdearcos, director de alimentos y bebidas del Parador de Alcalá, Catador de concursos de la OIV, Bailío de Madrid de la Chaîne des Rôtisseurs de España y Presidente de Alcalá Gastronómica…entonces no había excusa para posponer el viaje.

Llegamos a Alcalá a media tarde y nada más pisar la zona centro nos invadió una sensación de serenidad. Hicimos nuestro registro en el Parador (me niego a hacer check in): un edificio de líneas modernas, depuradas, que se combinan sabiamente con elementos de un antiguo colegio convento.

Un breve paseo que nos llevó hasta la plaza de Cervantes fue suficiente para cerciorarnos del acierto de nuestro viaje. Nuestro objetivo era conocer la cocina del Parador y la cena no defraudó: una elegante ensalada de jurel y anguila en escabeche dulce, excelentes el bacalao confitado con tierra de cebolla y el
cochinillo deshuesado con chutney de fresas que regamos con un correcto Puerta de Alcalá de Bodegas Jeromín (D.O. Madrid). Rematamos con una costrada, postre obligado en una visita a Alcalá. Buen hacer, creatividad sin renunciar a sabores tradicionales y esmero en el trato de la materia prima. Dejamos atrás, no por falta de ganas sino por simple “prudencia digestiva”, una sugerente carta de platos castizos madrileños ofrecida con motivo de las fiestas de San Isidro. Habíamos venido con intención de husmear en los fogones del Parador y nos llevamos la certeza de que allí se guisa con mucho criterio y sensibilidad.

Comenzamos el sábado con una reunión con José Valdearcos. Profesionalidad, cordialidad y una gran pasión por el vino y la gastronomía. Hablamos de los duelos y los quebrantos de la hostelería y el turismo, de ollas y vinos, de viajes y lugares y en el devenir de la afable conversación hasta hubo lugar para encontrar buenas amigas en común, todas extremeñas y destacadas catadoras. No nos cabe duda de que la reunión será el germen de bonitos proyectos que en breve desvelaremos. Muchas gracias, José: con profesionales como tú, todo es mucho más fácil.

La mañana transcurrió por las aulas de la universidad, la catedral, la calle Mayor y, cómo no, la casa natal de Cervantes.
No fue fácil decidirse por el lugar dónde reponer fuerzas, pues mucha y variada es la oferta y eso, sin apenas apartarnos de la Calle Mayor, la más larga de España con soportales a ambos lados. Al final quisimos dar la oportunidad a un humilde menú del día y no defraudó: noble arte también el de dar de comer con honestidad a precios contenidos. Aunque adentrarse en el proceloso océano de los menús del día tiene su “punto” de ruleta rusa, debo reconocer cierta afición a estos menús que tan gratas y cálidas sensaciones proporcionan cuando se encuentra una cocina honrada y sin más pretensiones que hacer bien lo que saben hacer bien.

Llegada la hora de la cena optamos por La Vinoteca, restaurante parejo con la tienda de productos de alimentación Esencias del Gourmet. Visitamos primero la tienda, donde Javier, su creador, nos aconsejó sobre algunos vinos con su charla generosa y apasionada. Pasamos al restaurante y preferimos dejarnos aconsejar: nos propone su selección de croquetas y un lomo de cerdo “a la cazadora”, una receta sencilla con pocos ingredientes y seis horas de cocción en agua y vino. Aceptamos aunque una larga cocción sin grasa en el lomo me genera cierta desconfianza. Las primeras, cremosas, de fino y crujiente empanado y con rellenos bien perceptibles: de notable alto por reservar el sobresaliente para la excelencia. El lomo… el emplatado no era ostentoso: una buena porción de lomo de apariencia un poco anodina bañado en un abundante caldito claro, sin grasa. “Cuando os lo sirváis desmigadlo un poco y regadlo con un poco de caldo” recomendó Javier: jugoso, pleno de sabor, sorprendente (y uno ya va agradeciendo que le sorprendan de vez en cuando). Nos quedamos con ganas de probar más y le pedimos una tapa pequeña a su elección para disfrutar otra copa de vino: nos sirve Sensaciones de Bobal, un tinto de Manchuela embotellado para la casa que nos deja muy buenas sensaciones y en cuanto al asunto sólido nos sugiere “aunque parezca raro en una cena” unas pochas “con un guiso muy suave”… y ya puestos, emulamos a Cela: “¡Venga!”, y nos dejamos hacer. La tapa pequeña fue un generoso plato sopero de una pochas untuosas, cremosas, sin más grasa que la imprescindible de un sofrito equilibrado con el protagonismo justo para que en el plato reinase la excelsa legumbre. Una tarta de almendras garrapiñadas con frambuesa puso el colofón a una cena atípica que nos dejó muy gratos recuerdos y promesas de volver.

Regresamos a nuestra Extremadura cargados de proyectos y con las alforjas repletas de historia, de sabores y de cordialidad.