Como quiera que algunos asuntos laborales me trajeron a Madrid, dejándome ociosas las tardes, me vi paseando por la ciudad donde nací y pasé mis primeros diecinueve años y de la que el dichoso virus me ha tenido alejado más tiempo del que acostumbro.
Partía del noreste, más allá de la M30, en los dominios del acero, el cristal y la modernidad. Hui al inicio de las grandes arterias adentrándome en la circulación venosa de la Concepción y Ventas, respirando la vida tranquila de barrio en una tarde lluviosa y veraniega, hasta llegar a Manuel Becerra, donde los humos de un puesto de churros me llevaron en volandas a tardes de verbena de San Isidro, a música de tiovivos y trenes de la bruja, algodones de azúcar y churros enhebrados en un junco. Niñez.Me dejé llevar por la calle de Alcalá. La florista ni viene ni va sino gentes de cien mil raleas y mis pasos se pierden entre tanta gente. Busco una puerta, una salida donde convivan pasado y presente. Y ahí está, la Puerta de Alcalá. Y así, rememorando momentos y canciones llego a Cibeles y evoco esperas de invierno con olor y calor de castañas asadas esperando a mi padre frente a la puerta de los jardines del Palacio de Buenavista, entonces Ministerio de la Guerra y hoy Cuartel General de Ejército.La Plaza de Canalejas me huele a violetas y al pasar delante de Lhardy me congratulo de que se haya evitado su cierre y recuerdo mañanas gélidas entonadas con el caldo de su deslumbrante samovar. Aromas de bollería gritan desde la esquina de Sol con Mayor: la Mallorquina y sus napolitanas; poco más adelante, El Riojano y sus bartolillos; la Plaza Mayor me susurra con olor a calamares, aunque acabo por dar media vuelta y me adentro en el dédalo de callejuelas buscando emociones más fuertes para el paladar y la memoria.
Desigual contienda la que se libra entre la tradición y el pastiche artificioso, huachafero y multingüe. Y repartiendo algún que otro “no, gracias”, con hipócrita sonrisa incluida, voy sorteando cazadores de guiris que me ofrecen auténtica spanish food. Llego a Las Bravas que casi me paso de largo… emocionesencontradas, enojo y aflicción a partes iguales. Recito para mis adentros una retahíla de lo más granado del diccionario de Cela, me recompongo y pido una de bravas en un local redecorado al mas puro estilo sin estilo: ya no hay barra de acero ni banda sonora de “oído” y entrechocar de vasos y platos, en su lugar hay un local cuqui que bien podría servir sushi, hamburguesas, pizzas o tatakis de lo que sea con churrete de Módena. Sin embargo, la carta se mantiene y las bravas, al menos, conservan la receta, la de antaño: el picante justo, sus aromas de pimentón, su ligera acidez… La agitación de las papilas apacigua un poco la desazón que me provoca el decorado y parto en busca de inveterados rebozados.
Cruzo Sol, ya sin sol y con la luz de un hermoso atardecer que intuyo que bien hubiese merecido ser contemplado desde la Armería. Me asomo con recelo a la calle Tetuán y en su recodo - ¡albricias! - la misma fachada de madera, la de siempre, la de Labra con sus ciento sesenta años. Salvo algunos cambios en “el protocolo”, imagino que por motivos de la pandemia, todo sigue igual: sus maderas, los dorados de su comedor, el exiguo pasillo de los servicios. La nacarada tersura del bacalao, su rebozado, el bonito en escabeche y la caña cremosa se mantienen como los conocí de la mano de mis padres.
Buen broche de evocaciones sápidas y olorosas en una tarde de paseo por un Madrid, aun enmascarado y, como siempre, cambiante, pero Madrid al fin y al cabo.
Preciosa descripción de ese Madrid tan auténtico.
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