Aminoré la velocidad, me pasé al espagueti de la derecha y tras un giro de ciento ochenta grados, la vocecilla insulsa me instaba a mantenerme a la izquierda durante trescientos metros y en la rotonda tomar el segundo espagueti. Los nudos, vueltas y revueltas de los cinturones de circunvalación de las grandes urbes me sugieren las sinuosidades de un plato de espaguetis. Espaguetis que ora transcurren paralelos, ora se entrelazan y se estiran, se curvan y vuelven y nunca se acaban. Seguimos sobre un ramillete de espaguetis que escapaba del maremágnum de bucles y se adentraba y se derramaba entre una guarnición de bloques de gelatinas de variadas alturas y formas. Un espagueti parece abandonar el dédalo desangelado de la salida noreste de Madrid, hormigones sin alma, aceros, cristales y neones. Y cuando, al fin, la carretera se hace firme y cálida y transcurre entre algunos barbechos, al poco nos abrazan las frondas de las arboledas que beben del Henares. Su verdor da solaz a unos ojos cansados de gris.
Dos o tres rotondas, un par de avenidas arboladas y desembocamos en la calle Colegios, jalonada por muros que atesoran cinco siglos de conocimiento, de letras y pensamiento, de ciencia, de historia…
Alcalá de Henares.
Alcalá era una asignatura pendiente: mi compañera de vida, venturas, desventuras y buenas mesas, filóloga a la sazón, es ferviente admiradora de Cervantes y yo, aunque extremeño de adopción, nací en Madrid y allí pasé buena parte de mi infancia y juventud. Ambos presumimos de haber organizado una olla podrida en honor al manco genio de las letras en Badajoz y ninguno de los dos habíamos puesto un pie en Alcalá ni saciado nuestro apetito en ninguna de su muchas y buenas mesas.
Mas no solo llegamos a la ciudad complutense con el ánimo de saldar la asignatura sino también siguiendo los consejos de la gran gastrónoma María Zarzalejos. Cuando alguien de su prestigio y cultura gastronómicas, tan solo empequeñecidas por su amabilidad, recomienda una cocina, hay que probarla. Si, además nos recomienda y facilita una grata charla con otro gastrónomo de pro, José Valdearcos, director de alimentos y bebidas del Parador de Alcalá, Catador de concursos de la OIV, Bailío de Madrid de la Chaîne des Rôtisseurs de España y Presidente de Alcalá Gastronómica…entonces no había excusa para posponer el viaje.
Llegamos a Alcalá a media tarde y nada más pisar la zona centro nos invadió una sensación de serenidad. Hicimos nuestro registro en el Parador (me niego a hacer check in): un edificio de líneas modernas, depuradas, que se combinan sabiamente con elementos de un antiguo colegio convento.
Un breve paseo que nos llevó hasta la plaza de Cervantes fue suficiente para cerciorarnos del acierto de nuestro viaje. Nuestro objetivo era conocer la cocina del Parador y la cena no defraudó: una elegante ensalada de jurel y anguila en escabeche dulce, excelentes el bacalao confitado con tierra de cebolla y el cochinillo deshuesado con chutney de fresas que regamos con un correcto Puerta de Alcalá de Bodegas Jeromín (D.O. Madrid). Rematamos con una costrada, postre obligado en una visita a Alcalá. Buen hacer, creatividad sin renunciar a sabores tradicionales y esmero en el trato de la materia prima. Dejamos atrás, no por falta de ganas sino por simple “prudencia digestiva”, una sugerente carta de platos castizos madrileños ofrecida con motivo de las fiestas de San Isidro. Habíamos venido con intención de husmear en los fogones del Parador y nos llevamos la certeza de que allí se guisa con mucho criterio y sensibilidad.
Comenzamos el sábado con una reunión con José Valdearcos. Profesionalidad, cordialidad y una gran pasión por el vino y la gastronomía. Hablamos de los duelos y los quebrantos de la hostelería y el turismo, de ollas y vinos, de viajes y lugares y en el devenir de la afable conversación hasta hubo lugar para encontrar buenas amigas en común, todas extremeñas y destacadas catadoras. No nos cabe duda de que la reunión será el germen de bonitos proyectos que en breve desvelaremos. Muchas gracias, José: con profesionales como tú, todo es mucho más fácil.
La mañana transcurrió por las aulas de la universidad, la catedral, la calle Mayor y, cómo no, la casa natal de Cervantes.No fue fácil decidirse por el lugar dónde reponer fuerzas, pues mucha y variada es la oferta y eso, sin apenas apartarnos de la Calle Mayor, la más larga de España con soportales a ambos lados. Al final quisimos dar la oportunidad a un humilde menú del día y no defraudó: noble arte también el de dar de comer con honestidad a precios contenidos. Aunque adentrarse en el proceloso océano de los menús del día tiene su “punto” de ruleta rusa, debo reconocer cierta afición a estos menús que tan gratas y cálidas sensaciones proporcionan cuando se encuentra una cocina honrada y sin más pretensiones que hacer bien lo que saben hacer bien.
Regresamos a nuestra Extremadura cargados de proyectos y con las alforjas repletas de historia, de sabores y de cordialidad.
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