"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós

miércoles, 16 de abril de 2014

Trilogía de una truchofilia (III): por el Pirineo





(Viene de Trilogía de una truchofilia (II): Die Forelle)

Otro salto en la geografía y en el tiempo y termino esta trilogía como la empecé, recordando montañas.

Mientras suena el Quinteto Die Forelle imagino en los arpegios del piano esa trucha bogando contracorriente en el río Escrita, que baja agitado y chillón desde el lago de San Mauricio.

Grita el río Escrita porque es mucho lo que tiene que contar, tanta belleza ha encontrado en su camino que no puede callarla y grita. Trae aguas que bajan de Amitges, de Monestero, de Ratera, de San Mauricio. Lagos, agujas, cumbres, valles, barrancos, bosques y torrentes. Un paisaje que embruja en sus bosques y regajos, embelesa en sus lagos y praderíos alpinos y sobrecoge con su clamor de piedras en las cumbres y cresterías.

No sorprende que Camilo José Cela escribiese en su Viaje al Pirineo de Lérida: “El viajero no tiene alados los pies, que los enseña toscos y romos: a juego con el lastre que lleva en el corazón. Al viajero le duelen ya los pies de tanto andar y, sin embargo, el viajero no quisiera detenerse jamás de los jamases: morir en medio del camino, como un viejo caballo, y con las abarcas puestas, según es uso de pastores, resulta una noble suerte de muerte, un hermoso final para andarines…” Porque en aquellos parajes nunca se quiere dejar de andar.

Del Pirineo ya me ocupé en otro relato en otro blog y mejor será volver al río y al plato antes de perderme por los montes, que aquí hemos venido a hablar de truchas y no de paisajes.

Dos pequeñas truchas bien enharinadas y con la fritura justa esperan en el plato mientras contemplamos el Escrita desde una coqueta terraza de Espot. Aún en la retina las siluetas de los Encatats, de las Agujas de Amitges, el rosa de los rododendros y los azules y turquesas de los lagos de Ratera y de San Mauricio. La delicadeza de sus carnes contrasta con el recuerdo de las moles graníticas de las alturas.

Y aflora vívido el recuerdo de otras truchas, también en el Pirineo Catalán, esta vez en Viella con mis padres hace muchos años: tras una semana de campamento en las alturas de los lagos de Saboredo, de primero una olla aranesa y de segundo una trucha a la plancha; una no, dos porque los tres repetimos aquel manjar. Si bien es justo reconocer que en el deleite que aquellos peces nos produjeron también pudieron influir los varios días de cocina de infiernillo y tienda de campaña que precedieron a la cena. La receta era sencilla y la repito con frecuencia: la trucha entera, a la plancha, administrando bien los tiempos y las temperaturas para que quede hecha por dentro, lo justo para que las carnes se separen sin esfuerzo de la espina y que no resulte seca, demasiado hecha. La piel quedará moderadamente tostada y justo antes de abandonar la plancha se adereza con un machado de ajo y perejil con zumo de limón. Así de simple. Si decidimos que su vientre esconda una loncha de jamón es sólo cuestión de gustos.
Es posible, pues hace muchos años de la cena aranesa, que aquellas truchas fuesen de río y no de piscifactoría, la memoria no llega a tanto. Pero volviendo al argumento que exponía en el primer artículo de los tres dedicados al salmónido, la acuicultura ha puesto a nuestro alcance, tanto por cantidad, como por disponibilidad y por precio un sucedáneo que bien puede satisfacer nuestros paladares. Más de un chef del firmamento Michelín ha incluido en sus cartas platos con trucha arcoíris. Con ella, la receta referida, cumple con creces tanto su cometido evocador como el gustativo y alimenticio.

No nos dejemos pues llevar por el prejuicio de la cría intensiva, pues el caso de la trucha nada tiene que ver con el de la cría intensiva del pollo, que si bien ha conseguido distribuir una fuente de proteína a precio muy asequible, se ha dejado todo el sabor en el camino.
Para finalizar esta trilogía y no dejarse ningún sabor en el camino, qué mejor manera de degustar la trucha que como Dios la trajo al mundo y me refiero a cruda, no a desnuda, aunque también. Desnudamos la trucha de su piel y limpiamos de toda espina. La cortamos en dados de más o menos un centímetro y aderezamos con alcaparras picadas, aceite de oliva, algo de mostaza, escalonia (chalota es un galicismo) muy picada, pimienta verde molida, sal y unos daditos de manzana de igual tamaño que los de trucha. Admite este tartar salsa de soja o salsa Worcestershire (Worcester o Perrins), pero eso dependerá del autor, al igual que las cantidades: todo depende de las intensidades de sabor que busquemos y el protagonismo que queramos dejar a la trucha. Como manzana, prefiero la Granny Smith y mostaza, una amarilla alemana que es más suave que la de Dijon.
Para la compañía de este plato vuelvo al riesling o al gewürtztraminer, aunque los verdejos y albariños no han de entenderse nada mal con el plato; ni tampoco un cava y, en este caso, vuelvo a la tierra extremeña para regar con un Vía de la Plata Chardonnay.

Y así termina esta trilogía de artículos que querían ser un alegato a favor un pescado que, pese a su moderado precio, merece más aprecio y mejor trato.

miércoles, 9 de abril de 2014

Trilogía de una truchofilia (II): Die Forelle



(Viene de Trilogía de una truchofilia (I): en las montañas de Baviera)

Siempre las montañas, siempre las truchas; hasta en la música, la trucha. Desde que lo escuché por primera vez, el Quinteto Die Forelle se convirtió en una de mis piezas predilectas.

Las tierras de Berchtesgaden, aquellas que inspiraron a los paisajistas románticos, se adentran en Austria como una pequeña punta de flecha y no puedo evitar acordarme de otro romántico: Schubert.

"En la casa donde me alojo, hay ocho niñas, casi todas bastante bonitas. Como puedes ver, no voy a estar aburrido..." Así se expresaba Franz Schubert en 1819 en una carta dirigida a su hermano desde Stayr, una apacible localidad austriaca, donde se alojaba en casa de Sylvester Paumgartner, un adinerado violonchelista aficionado que organizaba veladas musicales en las que Schubert era el centro de atención.

Paumgartner era un profundo admirador de toda la música de Schubert, en especial de su lied “Die Forelle”, La Trucha, inspirado en un poema de Christian Friedrich Schubart, y no dudó en pedirle a su huésped que compusiera una obra con gran contenido para violonchelo basada en su admirada canción. Así nació el Quinteto para piano y cuerda en La mayor “La Trucha”.

Schubert, rodeado de ocho bonitas niñas y en un entorno de naturaleza exuberante, compuso una obra rebosante de optimismo que nos transporta a ríos de aguas cristalinas en los que no es difícil imaginar las evoluciones de una trucha, plateada, esbelta, saltarina.


Como esbeltas y saltarinas son las aristas ácidas de un ceviche de trucha. Ligero y fresco como el scherzo del Quinteto.

Las recetas peruanas incluyen el ají, un tipo de pimiento que no he sido capaz de encontrar. Y puestos a no seguir la ortodoxia del ceviche, me permito algunas licencias. Durante una hora, antes de utilizar el zumo de lima maceré un ajo y una guindilla verde. Fileteados y bien desespinados los lomos de la trucha se sumergen durante una media hora en el zumo de lima, previamente retirados el ajo y la guindilla. Unas lascas de cebolla morada y unas vueltas de molinillo de pimienta rosa completan este ceviche.

La acidez del plato no facilita la elección del vino, pero ya que veníamos de tierras alemanas al iniciar este artículo, un riesling o un gewürtztraminer serán buenos compañeros del ceviche.

Por cuestiones de presentación elegí unas truchas arcoíris de carnes blancas. Y digo de presentación, que no de sabor, pues en la trucha de piscifactoría el ser o no ser asalmonada tan sólo es cuestión de imagen. El color lo aporta un pigmento natural que se añade al pienso: la astaxantina, que proviene de caparazones de crustáceos. Cuando en el medio natural truchas y salmones ingieren pequeños crustáceos adquieren su bonito color anaranjado-rosado. En las piscifactorías tan sólo es voluntad humana el que sus carnes sean más o menos vistosas, en cualquier caso no afecta ni al sabor ni a las propiedades nutricionales del pescado.

Mucho más sosegada y cálida, como el Adagio de Die Forelle, es esta cazuela de trucha con puerro. Una fina y abundante juliana de puerro debe rehogarse en el mismo aceite de oliva virgen donde haya perdido su crudeza la harina que vestían unas truchas con el vientre relleno de jamón, que habremos apartado para dar cabida al puerro. Cuando la juliana haya perdido toda su rigidez, las truchas volverán a la cazuela a reposar durante unos quince minutos sobre el puerro bañadas en agua o caldo muy suave de jamón y verduras. Poco antes de terminar la cocción añadiremos perejil picado. Es cuestión de gustos triturar la verdura y pasarla por el chino o añadir también unos taquitos de jamón.
Para acompañar estas truchas, un blanco que haya moderado su altanería juvenil en un corto encierro de roble armonizará bien con la suavidad del plato. Quizá un Rías Baixas fermentado en barrica, sin olvidar algunos extremeños como el Viña Puebla blanco fermentado en barrica de Bodegas Toribio o el Alunado de Pago de los Balancines. Tampoco despreciaría algún rosado y, por seguir con la tierra, el Pinot Noir de Coloma o el Nadir de Pago de las Encomiendas cumplirán con solvencia.

lunes, 7 de abril de 2014

Trilogía de una truchofilia(I): en las montañas de Baviera



De entre las muchas filias y algunas fobias que padezco o disfruto, según se mire, la truchofilia ocupa un lugar destacado. Quizá, mi inclinación por el salmónido no sólo se deba a sus virtudes gastronómicas, que no son pocas: quizás algunas casualidades hayan tenido algo que ver y de ellas tratan estos tres artículos que comienzan en los Alpes Bávaros.

Berchtesgaden. Las cumbres del Hoher Göll, del Schnebstein, del Schonfeld Spitze, del Watzmann. La vista intenta abarcarlo todo, la memoria retenerlo.

Tenía dieciséis años cuando, con motivo de un intercambio deportivo de montaña, visité por primera vez la comarca montañosa de Berchtesgaden y el Obersalzberg. Me resultó fácil comprender la fascinación que por estos parajes sintieron los paisajistas románticos alemanes.

Sólo los barcos eléctricos de la Seenschiffahrt que desde 1909 cruzan el Königsee (lago del rey) permiten acceder a los prados que se extienden al pie de la imponente cara sur del Watzmann: allí, junto a las rojizas cúpulas bulbosas de San Bartolomé, encontramos una pequeña explotación pesquera con su propio restaurante que se nutre de las truchas del lago. La pared del Watzmann con sus 2.713 m. de altitud se yergue poderosa, amenazante sobre las límpidas aguas del Königsee; sobrecogida la vista por el espectáculo natural, la tersura de la carne de una “trucha al azul” acompañada por un aromático riesling sobrecoge nuestros paladares. No creo que haya preparación que haga más justicia a las firmes y sabrosas carnes de la trucha que “al azul”, pero no nos resistimos a probar también las truchas ahumadas en la propia explotación: otra delicia. Los paisajes, las sensaciones del día anterior, la dureza de la ascensión al Schnebstein se funden ahora con la placidez de una terraza a orillas del lago, la aspereza de la roca con la delicadeza de las truchas, los aromas de los bosques de abetos y hayas con los del riesling.


Poco tienen que ver las truchas pescadas en un lago de aguas frías y cristalinas con las que habitualmente podemos encontrar en nuestros mercados. Debido quizá a su abundancia y bajo precio y a su procedencia de piscifactorías actualmente la trucha se encuentra muy devaluada e, incluso, considerada un pescado de segunda categoría. Injusta devaluación a mi modo de ver, pues aunque no son comparables las truchas de río o de lago con las de piscifactoría, también estas últimas son capaces de procurar gratas sensaciones al paladar si son tratadas con el debido respeto en la sartén o la cazuela.

La trucha de piscifactoría es una especie diferente. La trucha de río, la llamada “pintona” por los pescadores de caña, es la Salmo trutta fario y la de lago la S. trutta lacustris, mientras que la de piscifactoría es la trucha arcoíris, Oncorhynchus mykiss que pertenece al mismo género que los salmones keta y rojo de Alaska. Estamos hablando pues de especies distintas que no deberíamos comparar.

La degradación de algunos cauces fluviales, la presión de la pesca deportiva y el aumento de la demanda han obligado a prohibir la comercialización de la trucha de río y hemos de conformarnos con la arcoíris, mas no tenemos por qué hacerlo con sufrida resignación. Las técnicas de acuicultura actuales ofrecen un producto de alta calidad, saludable y sabroso.

Las paredes del comedor no son el Watzmann y por la ventana no vemos las aguas del Königsee; en nuestro plato no luce una trucha al azul recién pescada. Pero los tonos rojos del pimentón de la Vera resplandecen dando lustre y aroma a un tradicional escabeche de truchas, de piscifactoría, sí, pero deliciosas.
 
Cortadas en trozos gruesos, enharinadas y con una corta fritura esperan las truchas que los ajos enteros, unos granos de pimienta negra, un clavo de especia y el laurel terminen sus juegos en una buena cantidad de aceite de oliva virgen. Retirados éstos, dan paso a unas tiras de cebolla y unas ruedas de zanahoria que una vez blandas se ruborizarán con una cucharada de pimentón de la Vera y acogerán en su aceite de nuevo a los ajos apartados y a los trozos de trucha. Y juntos se bañarán un cuarto de hora a fuego medio en una mezcla de vino blanco y vinagre. Y para que todos los ingredientes intimen y sean capaces de ofrecer lo mejor de sí mismos, mejor los dejamos reposar al menos un día.

Y puesto que muchos vinos mantienen unas relaciones un poco tirantes con los escabeches, con el pretexto de mitigar la nostalgia de las montañas alemanas, podemos acompañar el escabeche con una cerveza oscura de trigo (dunkelweizen o dunkles hefeweizen) y, además de disfrutar de una aromática y corpulenta cerveza, nos evitamos rifirrafes en el maridaje.

Si nos empeñamos en que sea caldo de uvas y no de cebada quien proporcione compañía a las truchas, me inclinaría por un cava rosado. Y si se busca un espectáculo más rotundo, un amontillado mantendrá con el escabeche un diálogo que no ha de dejarnos indiferentes.