"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós

sábado, 14 de diciembre de 2013

Integrismos culinarios

    - ¿Y usted es de cocina de autor o de los de cuchara de toda la vida?
    - Pues yo… mire usted, creo que soy gastroemocional, ya se lo dije antes.
    - Pero en esta vida hay que tomar partido… o por la cocina de toda la vida o por la cocina de autor. Por las recetas auténticas o por las falsificaciones…
    - Le veo muy gastrovisceral.
    - ¿Qué?
    - Nada… Que en las cosas del comer toda mi visceralidad se limita a que las mías -las vísceras- hagan su trabajo y las de algunas reses y aves protagonicen algún que otro plato. Por lo demás, mis emociones son más sosegadas y poco dadas al integrismo.
    - Ah.


Demasiados disgustos ha dado el integrismo a la humanidad como para que el solaz de los manteles se vea salpimentado con fanáticas y estériles discusiones. Sería una lástima enzarzarse en la defensa de la cocina tradicional frente a la de vanguardia -o viceversa- como si de un rifirrafe futbolero se tratase puesto que no hay argumentos académicos que sostengan tal disputa. Siempre será cuestión muy personal la afición a una u otra cocina, como lo es la pasión por uno u otro equipo de balompié. No hay una cocina de verdad y otra de impostura: cada una trata los alimentos con tempo diferente, cada una interpreta su propia partitura pero todas armonizan aromas, colores y texturas transmitiendo así el sentir de su artífice.

No tenía yo pensado hablar de televisión en este blog, pero ya tenía hilvanado este artículo cuando vi el concurso Top Chef y, aunque no me agrada demasiado su formato, debo reconocer que hubo un momento que viene a este artículo como eneldo al salmón. Pongo los enlaces de los vídeos y juzguen ustedes:

 


Fuente: Antena 3 TV. Programa Top Chef

La prueba enfrentó a dos concursantes, el plato era de libre elección y debía representar su pasión por la cocina. Cada uno escogió un estilo bien distinto y el jurado manifestó verse en un serio aprieto para decidir el ganador. No sé cuánta influencia tuvo el guionista del programa en el lance culinario y en los comentarios posteriores pero, en cualquier caso, el resultado es la ilustración más perfecta que podía imaginar para estas líneas.

Más no solo entrañan emociones los platos elaborados con tanta profesionalidad y técnica. Hay platos que saben a infancia, guisos con olor a amor de madre o a regazo de abuela, pucheros de los que emanan sueños en familia, asados color dorado hospitalidad, postres con pasión y salsas de abrazo de amigo. Porque en toda receta hay dos ingredientes que no vienen en la lista: el respeto por los productos y el sentimiento hacia los comensales; dos ingredientes que juntos escriben una carta sin letras que todos sabemos leer. Por eso resultan tan planos, tan grises, tan adocenados los platos producidos en serie como comida rápida.


Hay una cocina que requiere de técnicas e instrumental muy sofisticados y otra mucho más sencilla. Una cocina que representa un saber centenario y otra que investiga e innova cada día. Y entre una y otra, mil más. Pero habiendo consideración y sentimiento tras los fogones todas me merecen el mismo recíproco respeto y admiración. Mención aparte requiere aquella cocina que, a la sombra de la vanguardia, la imita sin conocimiento ni mesura en su osadía -ni en su precio- más eso no es cocina sino timo.

Y como minimalista despedida, para unir la tradición chacinera con un toque modernillo, les invito a poner sobre una lámina de manzana a la plancha una rueda ligeramente calentada de uno de los más humildes y sabrosos embutidos extremeños: la patatera. Si alguien me lee desde tierras salmantinas, sugiero que lo pruebe con farinato. Y para regarlo, una copita de un tinto joven de garnacha.

martes, 3 de diciembre de 2013

¿Y cómo no? El vinito de siempre y un arroz


Ahora que los blancos dientes del invierno, aun pequeños, como de leche, comienzan a clavarse en las mañanas de nuestros campos, ahora que los árboles han perdido su pudor y sus ropajes alfombran los caminos y veredas. Rescato unos retazos del recuerdo de la última vez que viajé a Almendralejo, retazos que garabateé a la espera de que “El cocidito de siempre” estuviera a punto.

Una carretera de la Tierra de Barros, un día de octubre de 2013

Las idas y venidas de los tractores, las hileras de espaldas dobladas y canastos yendo y viniendo han ido abandonando el viñedo retornándolo a su quietud. La vendimia ha terminado.

La Tierra de Barros vuelve a mostrar su color rojizo. El terruño va despojándose de su sayal verde que ajado se ha tornado pardo, rojizo donde mora la garnacha. Comienzan a asomar los sarmientos como si de un aquelarre de osamentas torturadas se tratase. No tardarán mucho en quedar, por obra de callosas y avezadas manos, solo las cepas, muñones que dormirán el invierno en ordenada formación prestos a despertar al son de la primavera. Y volverán los campos a teñirse de verde, estirarse los sarmientos, retorcerse los pámpanos, cuajar los racimos y preñarse las uvas de fragantes néctares.

Y así es la vida de la vid, que nace y renace año tras año y para renacer muere dejándose el alma encerrada en cubas y botellas porque cada vez que el vino canta en la copa vuela con ánima de vid el corazón del bodeguero regalando olores y colores que arroban los sentidos y riegan la amistad.

Todo eso y más nos narra el vino del vidrio y del corcho liberado. El vino es un poema escrito por muchos autores y cada uno con su estilo canta sus vivencias: el que ara, el que poda, el que abona y la propia vid escriben sus versos y les suceden quien vendimia, el bodeguero, el enólogo, el que prensa, el que trasiega, cada uno con su verso… y el sol y el viento y la lluvia; y la tierra y los hielos; el roble y el acero, el silencio y la quietud de la bodega. Todos toman la pluma y escriben páginas que hablan de la tierra y de sus gentes, páginas que se funden con los platos y las amistades, páginas que ilustran las cenas, las comidas y las rondas de taberna.

Así es el vino: biología, técnica y arte. Los buenos vinos hablan sin pudor de su cuna, de las variedades de uva, de su edad, de su estancia -si la hubo- en el roble. Son libros abiertos que saben satisfacer a todos: los lectores más experimentados identificarán mil matices, los menos avezados descubrirán en cada copa un mundo de aromas y colores y todos entonarán su ánimo y sus sentidos.

Era ésta una página obligada, pues como en las grandes recepciones, obligado era al inicio de este blog saludar a las autoridades. Y habiendo sido ya mencionados en el primer artículo el aceite y el cocido, no hubiera sido cortés adentrarse en la fiesta de los sentidos sin antes rendir tributo también al vino.

Más el vino no es sólo bebida sino también un notable ingrediente de cientos o miles de recetas. Aporta carácter en muchos estofados, ligereza y brillo en salsas marineras, doblega con gallardía carnes rebeldes, protagoniza memorables salsas y participa con donaire en algunos postres.
Elegir una preparación con vino entre sus ingredientes para aportar algo de “sustancia” a este artículo no es tarea fácil. Desde Martínez Montiño o Carême hasta Adriá, pasando por Bardají o Cunqueiro encontramos recetas con vino. Y ante la dificultad, opto por lo que para mí ha sido el último descubrimiento de la cocina con vino. Quizá no sea una preparación muy novedosa para muchos, pero a mí me ha sorprendido muy gratamente. Hace unos meses, en una cena organizada en el restaurante Las Barandas probé un riquísimo arroz con vino tinto y antes de rebuscar recetas, he preferido experimentar.

Empecé por marcar unos trocitos de panceta en una plancha a fuego muy fuerte. Del mismo modo podría haber elegido unos trocitos de carrillera, venado o alguna carne de vacuno. En cada caso habrá que tener en cuenta sus tiempos y el punto que queramos encontrar: en algún caso puede ser necesaria una cocción previa. El objetivo es encontrar unos “tropezones” de alguna carne que den gracia al plato.

Continué la preparación con un sofrito de puerro en fina juliana, dados de zanahoria y dos dientes de ajo con piel. Añadí los trozos de carne y rehogué el arroz (elegí arroz bomba) en ese sofrito y lo aromaticé con una hoja de laurel, un clavo de especia, unos granos de pimienta, tomillo y un poco de canela. Con la canela hay que ser especialmente avaro (una punta de cuchillo): se trata de dar un toque apenas perceptible.

Como caldo para cocer el arroz utilicé tres partes de vino tinto de crianza y una de caldo de carne. En esta ocasión, para añadir untuosidad al guiso, empleé el caldo de haber cocido unos morros de ternera con los que había hecho una ensalada alemana de la que en otro artículo habrá que hablar. Removí varias veces a lo largo de la cocción para conseguir una textura melosa.

El resultado colmó las expectativas y, sin duda, repetiremos. La receta admite todas las variantes que el gusto o la imaginación nos dicten. La esencia es utilizar vino en lugar de agua para cocinar el arroz. Creo que siempre será recomendable añadir un poco de carne que nos ayude a controlar la posible astringencia del vino. Y un último consejo: no seamos parcos en la calidad del vino para cocinar: no es cuestión de utilizar vinos de altísima gama, pero tampoco usemos el primer peleón que se cruce en nuestro camino, pues el guiso acabará quejándose de tan mala compañía.

martes, 26 de noviembre de 2013

Para empezar, un desayuno

Pensaba abrir este blog de forma erudita: citando a Brillat Savarin o a Escoffier, pero siempre llega alguien y te cambia los planes. Aunque bien pensado no es mal comienzo hablar de un desayuno puesto que es, cada día, nuestro primer y más reconfortante condumio.

Estábamos desayunando con una humilde tostada que al chaparse en oro con un nada humilde aceite tornó su modestia en opulenta generosidad, porque el aceite cuando es de oliva y virgen, pródigo en aromas y equilibrado en amarguras nunca es humilde por más que el destino, la situación o el envase se empeñen en empañar su majestad.

En ese desayuno, hablando de ideas y proyectos con la locuacidad y la holgura de ánimo que procuran los estómagos bien serenados fue cuando un amigo me dijo que me veía convertido en el principal bloguero gastroemocional. Y es que este amigo es hombre dado a ciertos excesos: impetuoso en el verbo, incansable en su creatividad y generoso en sus halagos. Tanto es así que sus propuestas son como los grandes ágapes, que requieren de sosegada deglución y digestión reflexiva. De esas digestiones en las que, mientras se deja hacer al estómago su trabajo, nuestra memoria evoca cada aroma, cada ingrediente, cada matiz de las viandas degustadas y los entrevera con los recuerdos de las conversaciones.

Lo cierto es que chove sobre mollado como en las graníticas losas de Santiago de Compostela, esas que evocan canciones de tuna, pasos de peregrino, pulpo y vieiras, empanada y caldo de grelos y demás manjares de la tierra y el mar gallegos. Y llueve sobre mojado porque hacía ya algún tiempo que, a fuego lento, como los guisados de antaño, me venía borboteando en la sesera la idea de un blog relacionado con las cosas del comer.

Claro que “principal bloguero gastroemocional”, requiere de esas reflexivas digestiones que antes citaba. Bloguero, sí, puesto que escribo en un blog. Principal, lo lamento amigo, pero no está en mis planes, sería presuntuoso. Y lo de gastroemocional, aunque sea término de nueva cosecha y como los jóvenes e indómitos vinos requiera cierto tiempo para redondearse y ser agradable al paladar, es un neologismo que bien podría definir mis intenciones en este blog.

Porque de eso quiere tratar este blog: de las emociones que deambulan entre los fogones y los manteles. El olor de aquel guiso de la abuela que nos devuelve a la infancia; la tensa espera ante los resultados de esa nueva receta; el cariño que emana de cada plato con el que nos agasajan; la fraterna conversación al compás de una cena regada con buenos caldos; imaginar al hidalgo con sus duelos y quebrantos; descubrir el sutil maridaje de un oloroso jerezano con un viejo queso holandés; soñar con la corte decimonónica ante unas codornices a la Pompadour o degustar con Hercules Poirot un tournedó; sorprenderse ante el sutil equilibrio de sabores y texturas del más novedoso de los platos o perderse en la barroca amalgama de una fabada; pasear por la Maximiliam strasse al degustar un obatzda o entrar en las mil y una noches de la mano de un especiado babaganoush

“Cada vez que entro en mi casa se me caen las alas del corazón. ¡qué desorden! Esto parece una leonera, ninguna cosa en su sitio. Eres una desastrada… Dios mío, ¡Qué cocina! Tú no piensas más que en componerte. ¿Qué has puesto para comer?

-¡Oh! No te apures… El cocidito de siempre…”


Así narra Galdós una escena cotidiana en Tormento

No te apures, el cocidito de siempre. Calma, todo está bien: hay cocido. No se apuren que este blog no podía tener otro título que aquel que rinde pleitesía a ese cocidito que, con más o con menos avíos, fue sustento casi único de tantas generaciones.