"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós

miércoles, 22 de enero de 2014

Historias de un civet de liebre


En muchas enfermedades que asaltan el cuerpo humano, suele ser la liebre de gran eficacia…” Así comienza Sorapán de Rieros (1572 – 1638) un largo párrafo dedicado a las propiedades saludables de algunas preparaciones de liebre: con ellas cura el médico y humanista de Logrosán desde los temblores de miembros y algunas alopecias hasta las piedras de bexiga y la estrangurria. Más a pesar de considerarla alimento tan saludable, casi fármaco, no gozaba la liebre de gran predicamento en las mesas señoriales y monacales españolas de aquellos tiempos, debido probablemente a su injusta fama de desenterradora y devoradora de cadáveres. Especifico señoriales pues es de suponer que en las mesas de la depauperada población plebeya cualquier bocado que aportase proteínas sería bienvenido; y monacales porque en estas últimas, a juzgar por sus recetarios, las cuestiones del yantar debían rivalizar en importancia con las del espíritu.

No debía ser así en la vecina Francia pues una receta de liebre es considerada el culmen de su cocina venatoria: la liebre a la royale, cuyo origen algunos autores remontan a la corte de Enrique IV. Dice la ortodoxia que la liebre a la royale debe comerse con cuchara de plata y en viejos recetarios su fórmula llega a ocupar ocho o más páginas, lo cierto es que sí son ocho las horas que puede durar su elaboración, marinados aparte, en la que participan el foie, las trufas y dos vinos, uno de ellos dulce. Es ésta receta de tanta enjundia que será mejor volver al motivo de este artículo: el civet, el segundo plato más afamado, con permiso de a la royale, de la cocina de caza francesa y, añado, catalana.

Quiso la suerte o más bien la generosidad de un familiar que llegase en fechas recientes una liebre a mi cocina. No disfruto con los lances cinegéticos, así es que son escasas las ocasiones en las que puedo gozar de la cocina y posterior degustación de sus oscuras y magras carnes. Me disponía a cocinarla siguiendo la receta de civet que heredé de mi madre pero, sabiendo que existen infinidad de variantes de este clásico de la cocina de caza, la curiosidad me llevó a ver qué se dice en Internet sobre esta preparación.

Una vez troceada la pieza y antes de ocuparme en la búsqueda internauta, dispuse los elementos para el marinado de la liebre: cebolla, zanahoria, clavo, pimienta y un ramillete de hierbas. Y siguiendo a Álvaro Cunqueiro,  procuré acomodo a la liebre en un caldo de su terruño: un tinto Nadir  de corta crianza y cuerpo respetable pero no en exceso musculoso fue el elegido para abrazar carnes y vegetales durante las siguientes veinticuatro horas; pues dice el escritor gallego que: "... discutido cuál era el vino que convenía a un civet de liebre, se ha concordado en que el vino mejor es el del país donde la liebre nace, corre y muere”.

La séptima u octava entrada que indicaba el buscador me llevó a un blog que por dos motivos llamó poderosamente mi atención: por una parte su calidad y su particular estilo me mantuvieron -y mantienen- atrapado en la pantalla. Bajo el seudónimo de Ridente, Juan Carlos Alonso escribe un blog en el que su sabia pluma administra buen condumio tanto para paladares ávidos de sápidas experiencias como para intelectos inquietos: Gastronomía en verso.

La segunda razón por la que me llamó la atención este blog fue su receta de civet de liebre en la que reconocí sin cambio alguno la que seguía mi madre. Cuando se trata de un guiso de tanta tradición no es frecuente encontrar recetas idénticas: siempre hay una hierba más o menos, una verdurita o cualquier detalle, que la hace diferente. En la cocina tradicional es aventurado hablar de la “auténtica receta de…” pues cada localidad, cada casa aporta su impronta sin que ello suponga abandonar la esencia del plato en cuestión.

Intrigado por la peripecia que pudiera haber seguido la fórmula, no quise quedarme con la duda sobre el origen de la receta del civet de Gastronomía en verso y la respuesta de Juan Carlos fue rápida y amable: su fuente había sido el afamado libro de las 1080 recetas de Simone Ortega. Mi madre había obtenido la suya de L’Encyclopédie culinaire du 20e siècle de Valentine de Bruguère y Daisy Mayer, publicado por Éditions Denoël. El libro no está datado, pero mi padre recuerda que lo compraron en Burdeos durante su viaje de novios, es decir en 1963. Los autores de este recetario afirman en la introducción que sus recetas siguen más la tradición popular que a los grandes chefs y que la mayoría proceden de la revista Marie-France. ¿Conocería Simone Ortega ese recetario? ¿o la revista Marie-France? ¿o la tradición oral francesa transmite con fidelidad esa fórmula? Por la exactitud de la receta, me inclino por una de las dos primeras opciones.

No se entienda que ha habido pretensión alguna de aventurarme en la investigación histórica de la gastronomía, tan solo ha sido un divertimento para saciar la curiosidad y amenizar la espera pues es el civet una receta que requiere de cierta paciencia. Así, en tanto las leporinas carnes reposaban en vino y hierbas el tiempo suficiente para equilibrar sus montaraces aromas y adquirir vino y liebre, liebre y vino, tanto monta, el punto deseado para iniciar su última y sosegada cocción, yo pude aligerar la dilación imaginando los caminos y veredas que la receta hubiera podido seguir hasta llegar a las manos de Juan Carlos y a las mías para ser, al final, pretexto de una incipiente y gastronómica amistad en las redes sociales.

Mas no acaba la amabilidad del recién conocido bloguero con facilitarme el origen de su receta, sino que, una vez hechas las presentaciones y establecidos los pertinentes vínculos en las redes sociales, me dedica en Facebook un enlace a otra receta de liebre: “Liebre guisada con cariño para compartir” Sólo la lectura de la receta constituye un aliciente para intentar conseguir otra liebre. La fórmula bebe, según mi entender, de las fuentes del civet, pero añade elementos que aportan una personalidad y un carácter al plato que bien le otorgan el derecho de ocupar con sobrada dignidad un lugar propio en los recetarios de caza.

Afirma Néstor Luján que el civet es un “guisado de caza de pelo, aderezado con vino tinto, acompañado de cebollitas y champiñones, perfumado con hierbas aromáticas y ligado obligatoriamente con la sangre del animal”. Consultadas otras muchas fuentes, la cebolla, el vino, las hierbas y la sangre están presentes en todos los civets, no así los champiñones. En el Viaje por los montes y chimeneas de Galicia de José María Castroviejo y Álvaro Cunqueiro, este último inicia el capítulo dedicado a la liebre afirmando: “La carne de liebre, se ha dicho una y mil veces, vale por la dulzura de su sangre, en la que se ha de cocer con abundancia de especias” y, más adelante, se declara, D. Álvaro más partidario del civet que de otros guisos.

La etimología de la palabra civet proviene de la forma antigua francesa de la cebolla: cive. Y, en sazón, transcurrido el tiempo de marinado, llega el turno a la susodicha que debe picarse en brunoise o en mirepoix según gustos y sofreírse sin dorarla hasta que pierda la vergüenza y torne su pálida rigidez en blanda transparencia.

Y tras el sofrito, una lenta cocción en la que calor y vino doblegarán las recias carnes de la liebre dará paso a la última fase del guiso, que como ya hemos dicho es inherente al civet: la ligazón de la salsa con la sangre del animal.

Dicen algunos de los más doctos gourmets que deben acompañarse los guisos con los mismos vinos con los que se han cocinado. Como no hay pleno consenso en esta norma -no imagino degustar unas carrilleras al Pedro Ximénez con tan almibarado caldo- , prefiero la trasgresión y buscar otros vinos. Bien dignamente podría haberse acompañado este guiso con el Nadir que utilizamos para el marinado pero, sin abandonar el terruño, ni siquiera la bodega, elegimos un Xentia. Gran vino que al coupage del Nadir, tempranillo y Syrah, añade Petit verdot y Graciano. Un caldo que, tras catorce meses acunado en roble francés, despierta con la precisa energía para competir en buena y equilibrada lid con los silvanos aromas del civet. No son pocas las satisfacciones que nos ha proporcionado esta bodega, Pago de las Encomiendas, y en esta ocasión no iba a ser menos.

Y después de tanta verborrea, no queda más que transcribir la receta que ha protagonizado este artículo, quizá demasiado largo, tan largo como los sabores del civet. Si algún día acometo un artículo sobre la liebre a la royale, prometo ser más comedido.

INGREDIENTES:

Una liebre (mejor joven) de 1,5 o 2 Kg.

Marinado: 
  • Una cebolla
  • Dos zanahorias
  • Un bouquet de hierbas (tomillo, laurel, romero)
  • Un clavo de especia
  • Unos granos de pimienta negra
  • Dos dientes de ajo
  • Un buen vino tinto
Guiso:
  • 150 gr. de tocino
  • Una cebolla
  • Dos cucharadas de harina.
  • Caldo de carne
  • Una cucharada de vinagre de Jerez.
  • Sal y pimienta negra (mejor recién molida)

PREPARACIÓN:

Se recoge la mayor cantidad posible de sangre de la liebre y se guarda en la nevera.

Se marina durante toda la noche (mejor 24 horas) la liebre trinchada en trozos medianos con las zanahorias, una cebolla, los ajos cortados en dos, las hierbas, el clavo y la pimienta con vino suficiente para que quede cubierta.

Se pone el tocino cortado en dados en una sartén y se sofríe para que suelten toda su grasa. Se retiran los trocitos de tocino y se deja la grasa en la que doraremos los trozos de liebre bien escurridos. Una vez dorados se reservan.

En esa misma grasa se sofríe cebolla picada en brunoise. Cuando esté transparente se añade la harina, se sofríe un poco y se incorporan los trozos de liebre. Se cubre todo con el caldo del marinado previamente colado. Podemos añadir los trozos de zanahoria y los de tocino si nos los queremos encontrar en la salsa, es opcional. Se añaden también dos o tres dientes de ajo con piel, una hoja de laurel, tomillo, pimienta negra y un clavo de especia.

Dejamos que alcance la ebullición y ponemos a fuego lento el tiempo preciso para que la liebre quede tierna, hora y media o más. Si se requiere más líquido se añade caldo.

Mientras, cocemos el hígado de la liebre, lo machacamos y lo mezclamos bien con la sangre y un poco de vinagre de jerez. Este preparado se añade al guiso pocos minutos antes de servirlo.