"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós
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domingo, 13 de marzo de 2016

Recuerdos de Venecia


Ciudad de leyendas y novelas, cuna de artistas y navegantes, antaño poderosa, joya arquitectónica, entrañable, Venecia. Hace poco más de un año disfrutamos unos días de esta bella ciudad, uno de los destinos más turísticos de Europa.

¿Que si uno es viajero o turista? Pues no sé qué decir, porque hay que ver lo que nos gusta colgarnos una etiqueta. Lo de viajero suena más chic, más intelectual y lo de turista está más denostado. La Real Academia Española define turismo como el hecho de viajar por placer mientras cientos, quizá miles, de artículos intentan establecer diferencias entre uno y otro sustantivo. Artículos en los que el
viajero resulta más simpaticón y cultureta y el turista queda tildado de simple espectador, incluso algo aborregado. Dicen que el viajero interactúa con las gentes y la cultura local y el turista es un mero visitante de monumentos y atracciones, además de comprador de souvenirs y consumidor de comida para turistas (obvio). Que el viajero busca lugares menos conocidos y que el turista acude a los destinos “convencionales”.

Pues con todo eso, sigo sin saber etiquetarme pero, desde luego, viajo por placer. Disfruto igual de un destino convencional que de uno recóndito, de la naturaleza que de la ciudad, de lo nacional que de lo foráneo y de la tienda de campaña que de un hotel de mayor o menor constelación. Sin embargo uno también tiene sus manías: si la estancia es demasiado breve, prefiero callejear que visitar un museo, prefiero el despertar de las primeras horas de un lunes brumoso que un domingo soleado al medio día, unos días de febrero que una quincena de agosto y un bar de barrio que una terraza en la Plaza Mayor. Y mirar los escaparates de las librerías y entrar en un mercado de abastos y, siempre, buscar donde comen los lugareños y huir de los restaurantes con tipismo artificial.

Y como souvenir, alguna receta de la zona, pues pocas sensaciones son tan evocadoras como las que proporcionan los sabores y aromas. Rememoro de forma más vívida los buenos momentos del viaje preparando y degustando lo allí aprendido que viendo las fotografías del periplo. Y este era el motivo de la digresión: de aquel viaje a Venecia nos trajimos varios souvenirs-receta. Comparto en este artículo dos fórmulas, sencillas, humildes, como sencillos y humildes fueron los locales donde las probamos.
Decir Venecia y decir turismo es casi lo mismo. Su belleza, su encanto, su peculiaridad la han convertido en un destino masificado, muchas veces incómodo, con la, probablemente, mayor concentración de Europa de vendedores de palo-selfie por metro cuadrado y plagado de restaurantes y comercios orientados al turista. Sin embargo, es posible descubrir otra Venecia en la que, todo hay que decirlo, no somos tratados con demasiada cordialidad. Si el mercado de Rialto es una visita obligada, también es muy agradable visitar otros más humildes, igual de coloridos pero con menos visitantes foráneos entre sus puestos, como el de Rio Terá en el barrio de Cannaregio. Y es, precisamente, en este barrio donde apartándose de las calles principales, es posible encontrar alguna trattoria frecuentada por más lugareños que extranjeros. En sus cartas no encontraremos interminables catálogos de pizzas y pastas en cuatro idiomas ni menú veneziano, pero seguro que no faltarán el fegato alla veneziana (hígado encebollado), la sarde in saor, el fritto misto que recuerda a las frituras del sur de España y abundates cichetti, lo más parecido a las tapas españolas, estos últimos, más propios de los bacari (bares) que de las trattorias.

De todas estas preparaciones, me quedo con dos por su simplicidad, que parece contrapunto de la suntuosidad de los palacios, de San Marcos, de Ca’ D’Oro o de Santa María della Salute. Pero entre abigarradas decoraciones, Venecia destila elegancia y elegante se me antoja el ensamblaje perfecto de tan pocos y humildes ingredientes.

Sarde in saor

La sarde in saor es un plato en el que el intenso y salino sabor de la sardina contrasta con toques dulzones y ligeramente ácidos. Se me antoja que se trate de una receta de raíces muy antiguas: su estilo no dista mucho de algunas preparaciones de la cocina medieval. Podríamos considerarlo pariente cercano de nuestros escabeches y quizá la presencia de los piñones y las pasas nos indiquen alguna influencia turca, cosa nada extraña dada la historia de la República del Veneto.

Enharinamos las sardinas, las freímos y apartamos. Si las queremos poner enteras o abiertas en mariposa es cuestión de gustos, aunque me inclino por esta última opción. Si además la presbicia aún no ha hecho demasiados estragos y tenemos paciencia de hacer un perfecto desespinado con una pincita… alcanzaremos la excelencia en el plato.

Cortamos cebolla en una juliana más bien ancha y sofreímos en poco aceite hasta que esté transparente, pero no demasiado rendida, ligeramente al dente. Añadimos un poco de vinagre, pasas y piñones y damos una vueltas.

Extendemos las sardinas y cubrimos más o menos con el sofrito de cebolla. Dejamos reposar al menos unas horas, aunque prefiero tomarlo de un día para otro o incluso más, puesto que en frigorífico aguanta varios días. No en vano, intuyo que se trataba de una receta orientada a la conservación de la pesca.

Bigoli in salsa de acciughe o, simplemente, bigoli in salsa

Los bigoli son una pasta similar a los spaghetti, algo más gruesos y de textura un poco más basta. Aunque podemos simplificar la receta utilizando los espaguetis que habitualmente encontramos en los comercios. También, aunque nos alejemos de la receta original, otros tipos de pasta dan resultados excelentes.

Si la sarde in saor es una receta simple, ésta los es aún más. Sin embargo, desde que la descubrimos en un humilde restaurante de carretera cerca del aeropuerto de Venecia, se ha convertido en una de las preparaciones de pasta preferidas en casa.
Cortamos cebolla en brunoise, sofreímos hasta que esté blanda (no dorada) añadimos anchoas y movemos hasta que estén prácticamente deshechas y añadimos a la pasta que antes habremos cocido. Nada más… y nada menos.

Sobre la cocción de la pasta poco se puede decir, es cuestión de gustos. En Italia, ya sabemos: se toma bastante poco hecha, al dente. Nada que ver con aquellos macarrones blandos, casi rotos de nuestra infancia. Y los italianos nunca añadirían ese poquito de leche o el chorrito de aceite al agua de cocción tan populares entre los “trucos de cocina” españoles . Agua abundante y sal.

Para acompañar estos platos echamos de menos esas entrañables frasquitas de blanco a granel, que no por ser granel era de mala calidad, tan populares en las trattorias. Pero pasado ese arranque nostálgico que nos lleva a la frasquita, lo cierto es que si encontramos alguna dificultad en la elección del vino será más por exceso de opciones que por defecto. Sólo entre los extremeños damos fe de los buenos resultados de: un rosado Evandria Pinot Noir de Coloma, un Nadir Rosado de Petit verdot de Pago de las Encomiendas o un blanco sobre lías de Sauvignon Blanc y Viura de Pago de los Balancines y, por qué no, un cava rosado de Vía de la Plata.

domingo, 16 de agosto de 2015

Carbonada flamenca o el principio de una aventura

Tras mucho tiempo sin escribir en este Cocidito, volvemos a empuñar la pluma en un descanso de tanto empuñar cuchillos y lo hacemos con recuerdos, con un artículo cuyas primeras líneas cociné hace cuatro meses.

Hay momentos breves que resultan muy largos. Abrir una puerta, introducir la llave en una cerradura puede ser un momento eterno cuando se trata de la puerta que abre una nueva aventura.


La hoja golpea rítmicamente sobre la tabla; a cada golpe le precede un suave crujido y el acero se desliza y se va amontonando una fina juliana de blancas lascas. Tan blancas, tan puras que nadie puede evitar la emoción y las lágrimas brotan sin pudor. Me acuerdo de Groucho y su madera y me entran ganas de exclamar “Más cebolla, es la guerra”. Así empieza la carbonada flamenca: cebolla, mucha cebolla, más cebolla. La carbonada es un guiso parco en la diversidad de sus ingredientes pero generoso en sus proporciones, para cada kilogramo de ternera, su protagonista, bien podemos calcular un mínimo de dos kilogramos de cebolla. 

Hace más de cuatro meses –este artículo va con retraso-, el viernes diez de abril, abríamos la puerta del COnvento Social Club y nos adentrábamos en algo más que un local. El Espacio COnvento es un lugar raro donde lo vetusto y lo nuevo se abrazan y dialogan en un diseño arquitectónico de Begoña Galeano y Julián Prieto. Entre sus muros, que guardan susurros de la vida cenobial de antaño, voces de humildes viviendas de corrala y silencios de tiempos de abandono, bullen desde hace poco más de un año las ideas de COcreación y vanguardia de Ángel Álvarez Taladriz y de Laura Gutiérrez Araujo. Es un lugar donde se cocinan proyectos de emprendimiento y se sirven eventos rompedores. Y, ahora, COnvento Social Club viene a añadir más cocina, la de nuestro modesto proyecto gastronómico.

Fuego suave, tiempo y mucho remover tornan la blanca firmeza en dorada languidez. Y así , cuando la cebolla haya perdido su altivez y esté doblegada, cercana a caramelizar, la apartamos y nos comenzamos a ocupar de la ternera.

Cada diente de la llave que se adentra en la cerradura, cada click adquiere un significado, unos avisan, otros alientan, otros gritan, ninguno calla. Es el breve e inmenso momento de la última reflexión antes de empezar a cortar, picar, hervir, asar, macerar…

En la carbonada debemos utilizar piezas que soporten largas cocciones, pues es un guiso a la vieja usanza, un guiso reposado, lento, de los que inundan el hogar de aromas de cocina antañona. Conversaciones en la carnicería con quienes saben de carnes: no hay nada como la charla con los amigos de Donoso para acertar en la elección; la espaldilla o la tapa son buenas candidatas. Hay fórmulas que la prefieren cortada para ragut y otras, fileteada. Es difícil saber cuál será la original de aquellos tiempos de los tercios de Flandes, si es que en esto de la cocina tradicional existen verdades absolutas, cosa que dudo mucho y, probablemente tampoco se utilizase ternera sino animales más entrados en años, quizá, también bueyes. Al final, un buen corte de espaldilla de ternera retinta, bien fileteada y golpeada para asegurar la ternura, preparado por sabias y expertas manos será el protagonista de esta carbonada.

Y es que cuando se va a cortar, picar, hervir, asar, macerar y lo que sea preciso para gentes tan diversas, algunos conocidos y la mayoría desconocidos resulta inevitable que se agolpen mil ideas, mil dudas y otras tantas reflexiones. Uno se pregunta por la receta que nos ha llevado hasta aquí: osadía e ilusión a partes iguales parecen ser los ingredientes principales, pero no faltan cierto pudor y, sobre todo, respeto. Mucho respeto a quienes nos confíen sus estómagos y paladares y a los cocineros.

Salpimentamos, enharinamos y freímos ligeramente los filetes, lo justo para domesticar los crudos sabores de la harina.

Y esos filetes enharinados, vestidos de blanco, nos vuelven a recordar a los cocineros y el pudor se acrecienta. Uno se considera intruso, atrevido al ponerse al timón de los fogones. Pero puede más la ilusión que la prudencia y pidiendo disculpas por la osadía a quienes tanto tiempo y tanto esfuerzo les ha llevado a merecer llamarse cocineros, sigo con mi carbonada.

En una cazuela de grueso fondo, que permita una larga cocción vamos disponiendo capas de ternera y capas de cebolla que cubrimos con una cerveza con cuerpo. La ortodoxia mandaría una buena cerveza belga pero la tierra llama y usamos una Ballut artesana, de Badajoz, por si acaso se entiende mejor con la retinta, que dudo haya escuchado voces valonas ni flamencas. Fuego y tiempo, hasta que reduzca. 


Fuego y tiempo. Tesón, trabajo y pasión serán necesarios para que este aventura alcance el nivel que nos proponemos. Pero como esta carbonada, hay proyectos que precisan de largas cocciones.

Reducida la cerveza, cuando ha dejado su esencia en el guiso y ha perdido casi todos sus líquidos, volvemos a cubrir con un rico caldo de verduras y dejamos cocer hasta obtener un salsa dorada y espesa y una carne tierna.

Un guiso sin prisa, un guiso de la cocina de la vieja Europa, una muestra de nuestro proyecto que bien vale para ilustrar nuestra aventura en el COnvento. Y digo nuestra porque en ella me acompaña otra osada a quien he logrado embarcar, Carolina, mi pareja sin quien ni éste ni otros proyectos serían posibles.
¡Más cebolla, es la guerra! Y el cuchillo sigue su rítmico golpeteo



miércoles, 21 de mayo de 2014

Sopa de “fuá”, rulo de cabra, cebolla caramelizada y frutos rojos con reducción de Módena.


¡Hasta en la sopa! Sí señor, hasta en la sopa hay rulo, foie, cebolla caramelizada y frutos rojos. Cuatro deliciosos productos que de tanto usarlos van a acabar como el amor de Rocío Jurado, rotos. Rota su merecida fama, rota su calidad y rota su demanda.

No hay carta de tapas o raciones que se precie sin que aparezca alguno de los cuatro jinetes, si no los cuatro. Y, por supuesto, el quinto elemento: la rúbrica de reducción de Módena.

El hígado graso de la oca o del pato era hasta hace no muchos años un manjar propio de mesas de alta alcurnia y de cartas de una élite de restaurantes. La mejora del poder adquisitivo y supongo que un aumento de la producción (no tengo claro qué fue antes, el hígado o la oca) han extendido el preciado y delicado producto a cartas donde antes era impensable encontrarlo, hasta el punto que comienza a ser impensable encontrar una carta donde no esté presente el foie. 

Cuando el restaurante visitado es de reconocido prestigio y calidad, la cosa no tiene emoción: degustaremos una buena terrina, algún plato elaborado con deliciosas y fundentes virutas de micuit o un foie fresco en su punto con alguna afortunada combinación. Deleite para el paladar pero una experiencia poco emocionante. Lo verdaderamente excitante es pedir una tapa o ración en un local de los que antes servían excelentes calamares y carne al ajillo y ahora nos promete foie o incluso fuá: no sabremos si será micuit, paté o foie fresco hasta que nos lo sirvan, aunque puede que el suspense se prolongue hasta que terminemos nuestras excavaciones bajo una montaña de “frutos rojos” ligados con abundante sirope de algo parecido a una reducción de Módena. Es entonces cuando se alcanza el punto álgido de la experiencia y quizá hallemos un humillado y maltrecho fragmento de lo que fue un estupendo hígado graso o, por el contrario, una reluciente porción de un paté que con suerte contiene un veinte por ciento de hígado de oca o pato. 

Y no es que niegue a los locales tradicionales y de menores precios el derecho a evolucionar. Es más, aplaudo la iniciativa. Pero la cocina es algo serio y requiere su esfuerzo: evolucionar no es copiar a la ligera, requiere su aprendizaje. Freír unos calamares tiernos, crujientes, sin resultar aceitosos es un arte, pero su dominio no otorga la infalibilidad en los fogones y la exploración de nuevos territorios culinarios requiere de algo más, al menos leer.

Así están las cosas, o así están los hígados, pero no son la única moda que invade nuestras cartas. No sería justo olvidar a otro protagonista: el rulo de cabra. Delicioso cuando es de calidad y está en su punto óptimo de maduración, este queso era casi un desconocido hace apenas dos décadas. Tiene su origen en el queso francés Sainte-Maure de Touraine de las comarcas del Indre y el Loira y cuyo origen algunos estudiosos sitúan en tiempos de Carlomagno. Su método de elaboración ha sido importado en infinidad de zonas queseras con mejor o peor fortuna. En algunas queserías se obtienen productos de extraordinaria calidad que se ofertan como rulo de cabra junto con otros quesos cuya textura me recuerda a las blancas protecciones que envuelven algunos electrodomésticos. Su precio asequible y su versatilidad en la cocina (ni más ni menos que la de otra centena de quesos) lo han convertido en otro indiscutible protagonista de las cartas de raciones y tapas, generalmente acompañado de una rojiza confitura o de cebolla caramelizada que casi nunca es caramelizada, sino sofrita.

Hay sin embargo, quienes en el culmen de la creatividad ofrecen “tarro de foie con rulo de cabra y piña caramelizada”… La curiosidad es osada y probamos. El tarro, era eso, un tarro de cristal… Valga la licencia
creativa; el interior una pasta con textura de mahonesa y aproximado sabor a foie con tres o cuatro bolindres con sabor a un indeterminado queso y unos trozos de piña que quizá vio la plancha, aunque no hicera mucha mella en su color y textura..

Y no vienen solos el foie y el rulo: de su mano llegan la cebolla caramelizada y los frutos rojos, los que sean pero rojos. Lo cierto es que no son guarniciones desdeñables ninguna de las dos, el suave dulzor de una y la acidez y aromas de otra son acompañamientos que producen muy placenteras sensaciones. La desazón comienza cuando tras el anuncio de los frutos rojos aparece sobre el foie o sobre el rulo un cucharón de fresones, arándanos, grosellas y algún madroño a los que se ha dado un paseo por el microondas sin siquiera haberlos llegado a descongelar. O bien cuando la cama de cebolla caramelizada es un indigno catre de sofrito al que apenas se le ha escurrido el aceite sobrante.

Y lo que más sorprende de quienes perpetran tales desmanes es su descaro pues siempre firman sus trabajos, eso sí, invariablemente con un más o menos artístico trazo de un jarabe negruzco al que llaman reducción de Módena. Rúbrica que no solo aparece con los hígados y quesos sino en los lugares más
insospechados como en una ración de algo que pretendía ser una pluma ibérica, ocasión ésta de firma sobresaliente no tanto por el arte como por su generosidad.

Que el foie, el rulo, los frutos del bosque y la cebolla caramelizada estén de moda ni es bueno ni es malo. Es simplemente eso, una moda, como lo fueron los revueltos o los pimientos del piquillo rellenos de casi todo que no hace mucho poblaron todas las cartas. Llegará un día en que la moda pase y perduren en algunas cartas y de otras desaparezcan. Tan solo es cuestión de usarlos con mesura y conocimiento y que la loable innovación no se convierta en mediocridad.

Y a estas alturas del artículo me doy cuenta de su tono criticón. Debe ser la cocina lugar de buenos aires y mejores humores, así que pido disculpas por el tono y en mi descargo digo que necesitaba este desahogo porque las amarguras largo tiempo guardadas acaban provocando malas digestiones. Trataré de enmendar la rudeza con dos propuestas de aperitivos con foie y con rulo como está mandado, pero, con la venia, sin cebolla ni rojizos frutos.

Vol au vent de huevo poché de codorniz con foie
Para la primera, tan solo hay un secreto: ser avaro con el fuego, pues más simple no puede ser la elaboración de este bocadito.
Los vol au vent los compré, que no ando ducho en la elaboración del hojaldre aunque algún día habré de investigarlo porque no encuentro vol au vents de la talla deseada y estos quedaban un poco escasos. Por lo demás, se envuelven los huevos de codorniz en papel film previamente untado de aceite y se pasan por agua hirviendo poco más de 45 segundos. El foie fresco cortado en trocitos del tamaño deseado se marca en la plancha y se corona la tapa con un poquito de trufa negra y sal en escamas.

Revuelto de puerro con rulo de cabra
La segunda tapa es quizá más simple: un revuelto de juliana de puerro previamente sofrita montado sobre pan tostado y coronado por una rodaja de rulo que fundirá ligeramente con la temperatura del revuelto, no requiere más calor. El único consejo es no cocinar demasiado el revuelto para que quede cremoso y, si se quiere, añadir un toque de moscada.
 La sopa prometida en el título se la dejo a manos más avezadas en la innovación y la tortura.

miércoles, 22 de enero de 2014

Historias de un civet de liebre


En muchas enfermedades que asaltan el cuerpo humano, suele ser la liebre de gran eficacia…” Así comienza Sorapán de Rieros (1572 – 1638) un largo párrafo dedicado a las propiedades saludables de algunas preparaciones de liebre: con ellas cura el médico y humanista de Logrosán desde los temblores de miembros y algunas alopecias hasta las piedras de bexiga y la estrangurria. Más a pesar de considerarla alimento tan saludable, casi fármaco, no gozaba la liebre de gran predicamento en las mesas señoriales y monacales españolas de aquellos tiempos, debido probablemente a su injusta fama de desenterradora y devoradora de cadáveres. Especifico señoriales pues es de suponer que en las mesas de la depauperada población plebeya cualquier bocado que aportase proteínas sería bienvenido; y monacales porque en estas últimas, a juzgar por sus recetarios, las cuestiones del yantar debían rivalizar en importancia con las del espíritu.

No debía ser así en la vecina Francia pues una receta de liebre es considerada el culmen de su cocina venatoria: la liebre a la royale, cuyo origen algunos autores remontan a la corte de Enrique IV. Dice la ortodoxia que la liebre a la royale debe comerse con cuchara de plata y en viejos recetarios su fórmula llega a ocupar ocho o más páginas, lo cierto es que sí son ocho las horas que puede durar su elaboración, marinados aparte, en la que participan el foie, las trufas y dos vinos, uno de ellos dulce. Es ésta receta de tanta enjundia que será mejor volver al motivo de este artículo: el civet, el segundo plato más afamado, con permiso de a la royale, de la cocina de caza francesa y, añado, catalana.

Quiso la suerte o más bien la generosidad de un familiar que llegase en fechas recientes una liebre a mi cocina. No disfruto con los lances cinegéticos, así es que son escasas las ocasiones en las que puedo gozar de la cocina y posterior degustación de sus oscuras y magras carnes. Me disponía a cocinarla siguiendo la receta de civet que heredé de mi madre pero, sabiendo que existen infinidad de variantes de este clásico de la cocina de caza, la curiosidad me llevó a ver qué se dice en Internet sobre esta preparación.

Una vez troceada la pieza y antes de ocuparme en la búsqueda internauta, dispuse los elementos para el marinado de la liebre: cebolla, zanahoria, clavo, pimienta y un ramillete de hierbas. Y siguiendo a Álvaro Cunqueiro,  procuré acomodo a la liebre en un caldo de su terruño: un tinto Nadir  de corta crianza y cuerpo respetable pero no en exceso musculoso fue el elegido para abrazar carnes y vegetales durante las siguientes veinticuatro horas; pues dice el escritor gallego que: "... discutido cuál era el vino que convenía a un civet de liebre, se ha concordado en que el vino mejor es el del país donde la liebre nace, corre y muere”.

La séptima u octava entrada que indicaba el buscador me llevó a un blog que por dos motivos llamó poderosamente mi atención: por una parte su calidad y su particular estilo me mantuvieron -y mantienen- atrapado en la pantalla. Bajo el seudónimo de Ridente, Juan Carlos Alonso escribe un blog en el que su sabia pluma administra buen condumio tanto para paladares ávidos de sápidas experiencias como para intelectos inquietos: Gastronomía en verso.

La segunda razón por la que me llamó la atención este blog fue su receta de civet de liebre en la que reconocí sin cambio alguno la que seguía mi madre. Cuando se trata de un guiso de tanta tradición no es frecuente encontrar recetas idénticas: siempre hay una hierba más o menos, una verdurita o cualquier detalle, que la hace diferente. En la cocina tradicional es aventurado hablar de la “auténtica receta de…” pues cada localidad, cada casa aporta su impronta sin que ello suponga abandonar la esencia del plato en cuestión.

Intrigado por la peripecia que pudiera haber seguido la fórmula, no quise quedarme con la duda sobre el origen de la receta del civet de Gastronomía en verso y la respuesta de Juan Carlos fue rápida y amable: su fuente había sido el afamado libro de las 1080 recetas de Simone Ortega. Mi madre había obtenido la suya de L’Encyclopédie culinaire du 20e siècle de Valentine de Bruguère y Daisy Mayer, publicado por Éditions Denoël. El libro no está datado, pero mi padre recuerda que lo compraron en Burdeos durante su viaje de novios, es decir en 1963. Los autores de este recetario afirman en la introducción que sus recetas siguen más la tradición popular que a los grandes chefs y que la mayoría proceden de la revista Marie-France. ¿Conocería Simone Ortega ese recetario? ¿o la revista Marie-France? ¿o la tradición oral francesa transmite con fidelidad esa fórmula? Por la exactitud de la receta, me inclino por una de las dos primeras opciones.

No se entienda que ha habido pretensión alguna de aventurarme en la investigación histórica de la gastronomía, tan solo ha sido un divertimento para saciar la curiosidad y amenizar la espera pues es el civet una receta que requiere de cierta paciencia. Así, en tanto las leporinas carnes reposaban en vino y hierbas el tiempo suficiente para equilibrar sus montaraces aromas y adquirir vino y liebre, liebre y vino, tanto monta, el punto deseado para iniciar su última y sosegada cocción, yo pude aligerar la dilación imaginando los caminos y veredas que la receta hubiera podido seguir hasta llegar a las manos de Juan Carlos y a las mías para ser, al final, pretexto de una incipiente y gastronómica amistad en las redes sociales.

Mas no acaba la amabilidad del recién conocido bloguero con facilitarme el origen de su receta, sino que, una vez hechas las presentaciones y establecidos los pertinentes vínculos en las redes sociales, me dedica en Facebook un enlace a otra receta de liebre: “Liebre guisada con cariño para compartir” Sólo la lectura de la receta constituye un aliciente para intentar conseguir otra liebre. La fórmula bebe, según mi entender, de las fuentes del civet, pero añade elementos que aportan una personalidad y un carácter al plato que bien le otorgan el derecho de ocupar con sobrada dignidad un lugar propio en los recetarios de caza.

Afirma Néstor Luján que el civet es un “guisado de caza de pelo, aderezado con vino tinto, acompañado de cebollitas y champiñones, perfumado con hierbas aromáticas y ligado obligatoriamente con la sangre del animal”. Consultadas otras muchas fuentes, la cebolla, el vino, las hierbas y la sangre están presentes en todos los civets, no así los champiñones. En el Viaje por los montes y chimeneas de Galicia de José María Castroviejo y Álvaro Cunqueiro, este último inicia el capítulo dedicado a la liebre afirmando: “La carne de liebre, se ha dicho una y mil veces, vale por la dulzura de su sangre, en la que se ha de cocer con abundancia de especias” y, más adelante, se declara, D. Álvaro más partidario del civet que de otros guisos.

La etimología de la palabra civet proviene de la forma antigua francesa de la cebolla: cive. Y, en sazón, transcurrido el tiempo de marinado, llega el turno a la susodicha que debe picarse en brunoise o en mirepoix según gustos y sofreírse sin dorarla hasta que pierda la vergüenza y torne su pálida rigidez en blanda transparencia.

Y tras el sofrito, una lenta cocción en la que calor y vino doblegarán las recias carnes de la liebre dará paso a la última fase del guiso, que como ya hemos dicho es inherente al civet: la ligazón de la salsa con la sangre del animal.

Dicen algunos de los más doctos gourmets que deben acompañarse los guisos con los mismos vinos con los que se han cocinado. Como no hay pleno consenso en esta norma -no imagino degustar unas carrilleras al Pedro Ximénez con tan almibarado caldo- , prefiero la trasgresión y buscar otros vinos. Bien dignamente podría haberse acompañado este guiso con el Nadir que utilizamos para el marinado pero, sin abandonar el terruño, ni siquiera la bodega, elegimos un Xentia. Gran vino que al coupage del Nadir, tempranillo y Syrah, añade Petit verdot y Graciano. Un caldo que, tras catorce meses acunado en roble francés, despierta con la precisa energía para competir en buena y equilibrada lid con los silvanos aromas del civet. No son pocas las satisfacciones que nos ha proporcionado esta bodega, Pago de las Encomiendas, y en esta ocasión no iba a ser menos.

Y después de tanta verborrea, no queda más que transcribir la receta que ha protagonizado este artículo, quizá demasiado largo, tan largo como los sabores del civet. Si algún día acometo un artículo sobre la liebre a la royale, prometo ser más comedido.

INGREDIENTES:

Una liebre (mejor joven) de 1,5 o 2 Kg.

Marinado: 
  • Una cebolla
  • Dos zanahorias
  • Un bouquet de hierbas (tomillo, laurel, romero)
  • Un clavo de especia
  • Unos granos de pimienta negra
  • Dos dientes de ajo
  • Un buen vino tinto
Guiso:
  • 150 gr. de tocino
  • Una cebolla
  • Dos cucharadas de harina.
  • Caldo de carne
  • Una cucharada de vinagre de Jerez.
  • Sal y pimienta negra (mejor recién molida)

PREPARACIÓN:

Se recoge la mayor cantidad posible de sangre de la liebre y se guarda en la nevera.

Se marina durante toda la noche (mejor 24 horas) la liebre trinchada en trozos medianos con las zanahorias, una cebolla, los ajos cortados en dos, las hierbas, el clavo y la pimienta con vino suficiente para que quede cubierta.

Se pone el tocino cortado en dados en una sartén y se sofríe para que suelten toda su grasa. Se retiran los trocitos de tocino y se deja la grasa en la que doraremos los trozos de liebre bien escurridos. Una vez dorados se reservan.

En esa misma grasa se sofríe cebolla picada en brunoise. Cuando esté transparente se añade la harina, se sofríe un poco y se incorporan los trozos de liebre. Se cubre todo con el caldo del marinado previamente colado. Podemos añadir los trozos de zanahoria y los de tocino si nos los queremos encontrar en la salsa, es opcional. Se añaden también dos o tres dientes de ajo con piel, una hoja de laurel, tomillo, pimienta negra y un clavo de especia.

Dejamos que alcance la ebullición y ponemos a fuego lento el tiempo preciso para que la liebre quede tierna, hora y media o más. Si se requiere más líquido se añade caldo.

Mientras, cocemos el hígado de la liebre, lo machacamos y lo mezclamos bien con la sangre y un poco de vinagre de jerez. Este preparado se añade al guiso pocos minutos antes de servirlo.