"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós
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lunes, 17 de abril de 2023

El noveno concierto y el viaje de Mendelssohn


Marzo se inicia con talento joven. Un concierto fruto de la colaboración de la Orquesta de Extremadura con la Escuela Superior de Música Reina Sofía. Con la dirección de Virginia Martínez la OEX nos ofreció el estreno de una obra de Erick Garcés interpretada por la violonchelista Eva Arderíus, el Concierto para fagot de Weber interpretado por Wilmer Torres y una segunda parte dedicada a Mendelssohn: la Obertura de las Hébridas y la Cuarta sinfonía “Italiana”.

Y llevados por la inercia del artículo anterior en el que viajábamos de Brasil a Turquía, es esa segunda parte, la inspiración del joven Mendelssohn viajero la que nos lleva a imaginar los sabores de su singladura.

Quizá persiguiendo los paisajes de su admirado Walter Scott, Mendelssohn viajó en 1829 a tierras escocesas. En su periplo, visitó las islas Hébridas con el diplomático y escritor Karl Klingemann. Visitaron el islote de Staffa y al final de la travesía, en una taberna portuaria, entre las coloridas casas de dos alturas que se alzaban a pocos metros de la dársena, un humeante cullen skin atemperó los estómagos de los dos alemanes mientras en los oídos del compositor aún resonaban los ecos del oleaje en la gruta del Fingal. Dos años después compuso Der Einsame Insel, la isla solitaria, después conocida como Obertura de las Hébridas y nosotros intuimos los ecos de aquel oleaje.


El cullen skin es una sopa escocesa que suele elaborarse con eglefino ahumado. Nosotros, a falta de este pescado, hemos utilizado bacalao ahumado. 

Sofreímos en mantequilla cebolla picada (Hay recetas que usan puerro y cebolla) sin que llegue a dorarse. Cuando la cebolla se torne transparente añadimos agua y dejamos cocer diez minutos. Trituramos con batidora.

Añadimos leche entera y patata cortada en pequeños dados. Llevamos nuevamente a ebullición y dejamos cocer hasta que la patata empiece a deshacerse, momento en el que añadimos el bacalao ahumado en pequeños trozos. Salpimentamos al gusto y dejamos hervir otros diez minutos. Servimos y decoramos con cebollino picado. Un buen pan de centeno será una excelente compañía.

Aunque se trata de un plato muy alejado del gusto de nuestra cocina tradicional, recomendamos encarecidamente darle una oportunidad.

Eso sí, preferimos prescindir de la pinta de cerveza y acompañarla con un Viñapuebla Macabeo fermentado en barrica de Bodegas Toribio cuyas sutiles maderas crean bellas armonías con los gustos de mantequilla y ahumados de la sopa.



En 1930 Mendelssohn llegó a Venecia y durante meses recorrió Italia. Vivaz, optimista comienza la Cuarta sinfonía. Acostumbrado a los cielos nubosos de otras latitudes más septentrionales, Mendelssohn en su sinfonía transmite la luz de los cielos mediterráneos, el bullicio italiano, la danza de alguna joven amalfitana: el propio compositor llegó a describir su Sinfonía italiana como “Cielo azul en La mayor”. ¿Por qué no creer que también la colorista cocina italiana algo pudo influir en los jubilosos compases de la Cuarta?

Imaginemos al joven compositor descubriendo nuevos matices gustativos al amor de las marmitas de la mamma.

De esta cocina popular, sencilla y alegre elegimos un pollo alla cacciatora. Como siempre que nos acercamos a las cocinas populares, son muchas las recetas “a la cazadora” que se pueden encontrar, pero por su sencillez y sus matices elegimos esta cacciatora bianca. Elaborada con vino blanco en lugar del tinto presente en la mayoría de las fuentes consultadas.


Enharinamos y salpimentamos las piezas de pollo (nosotros hemos utilizado contramuslos) y freímos en aceite de oliva virgen lo justo para que la harina quede cocinada. Apartamos.

Picamos finamente cebolla, apio y zanahoria y sofreímos en el mismo aceite a fuego muy lento, tempo de mamma. Cuando tenemos el sofrito bien rendido, añadimos dos dientes de ajo enteros, una o dos hojas de laurel, una o dos ramas de romero y tomate triturado, seguimos sofriendo otros cinco o diez minutos. Incorporamos el pollo, damos una vuelta y cubrimos con vino blanco. Llevamos a ebullición y volvemos a dejar que el tiempo haga su trabajo a fuego lento. Una vez que el pollo esté tierno añadimos aceitunas. Por cierto, animamos a añadir aceitunas rellenas de anchoa, una travesura con muy buenos resultados.

Solo nos queda descorchar un rosado Pinot noir de Bodegas Coloma y disfrutar, mejor con la Cuarta de Mendelssohn de fondo.



Conciertos de la temporada 2022-23 "Degusta"


Primer concierto Apología de la forma

Segundo concierto Belleza a contracorriente

Tercer concierto Aderezos intertextuales

Cuarto concierto: El cuarto concierto: saborear la admiración

Quinto concierto: Danzad, danzad malditos

Sexto concierto: Genealogías entrecruzadas

Séptimo concierto: Un brindis sagrado

Octavo concierto: El elogio de lo popular

domingo, 13 de marzo de 2016

Recuerdos de Venecia


Ciudad de leyendas y novelas, cuna de artistas y navegantes, antaño poderosa, joya arquitectónica, entrañable, Venecia. Hace poco más de un año disfrutamos unos días de esta bella ciudad, uno de los destinos más turísticos de Europa.

¿Que si uno es viajero o turista? Pues no sé qué decir, porque hay que ver lo que nos gusta colgarnos una etiqueta. Lo de viajero suena más chic, más intelectual y lo de turista está más denostado. La Real Academia Española define turismo como el hecho de viajar por placer mientras cientos, quizá miles, de artículos intentan establecer diferencias entre uno y otro sustantivo. Artículos en los que el
viajero resulta más simpaticón y cultureta y el turista queda tildado de simple espectador, incluso algo aborregado. Dicen que el viajero interactúa con las gentes y la cultura local y el turista es un mero visitante de monumentos y atracciones, además de comprador de souvenirs y consumidor de comida para turistas (obvio). Que el viajero busca lugares menos conocidos y que el turista acude a los destinos “convencionales”.

Pues con todo eso, sigo sin saber etiquetarme pero, desde luego, viajo por placer. Disfruto igual de un destino convencional que de uno recóndito, de la naturaleza que de la ciudad, de lo nacional que de lo foráneo y de la tienda de campaña que de un hotel de mayor o menor constelación. Sin embargo uno también tiene sus manías: si la estancia es demasiado breve, prefiero callejear que visitar un museo, prefiero el despertar de las primeras horas de un lunes brumoso que un domingo soleado al medio día, unos días de febrero que una quincena de agosto y un bar de barrio que una terraza en la Plaza Mayor. Y mirar los escaparates de las librerías y entrar en un mercado de abastos y, siempre, buscar donde comen los lugareños y huir de los restaurantes con tipismo artificial.

Y como souvenir, alguna receta de la zona, pues pocas sensaciones son tan evocadoras como las que proporcionan los sabores y aromas. Rememoro de forma más vívida los buenos momentos del viaje preparando y degustando lo allí aprendido que viendo las fotografías del periplo. Y este era el motivo de la digresión: de aquel viaje a Venecia nos trajimos varios souvenirs-receta. Comparto en este artículo dos fórmulas, sencillas, humildes, como sencillos y humildes fueron los locales donde las probamos.
Decir Venecia y decir turismo es casi lo mismo. Su belleza, su encanto, su peculiaridad la han convertido en un destino masificado, muchas veces incómodo, con la, probablemente, mayor concentración de Europa de vendedores de palo-selfie por metro cuadrado y plagado de restaurantes y comercios orientados al turista. Sin embargo, es posible descubrir otra Venecia en la que, todo hay que decirlo, no somos tratados con demasiada cordialidad. Si el mercado de Rialto es una visita obligada, también es muy agradable visitar otros más humildes, igual de coloridos pero con menos visitantes foráneos entre sus puestos, como el de Rio Terá en el barrio de Cannaregio. Y es, precisamente, en este barrio donde apartándose de las calles principales, es posible encontrar alguna trattoria frecuentada por más lugareños que extranjeros. En sus cartas no encontraremos interminables catálogos de pizzas y pastas en cuatro idiomas ni menú veneziano, pero seguro que no faltarán el fegato alla veneziana (hígado encebollado), la sarde in saor, el fritto misto que recuerda a las frituras del sur de España y abundates cichetti, lo más parecido a las tapas españolas, estos últimos, más propios de los bacari (bares) que de las trattorias.

De todas estas preparaciones, me quedo con dos por su simplicidad, que parece contrapunto de la suntuosidad de los palacios, de San Marcos, de Ca’ D’Oro o de Santa María della Salute. Pero entre abigarradas decoraciones, Venecia destila elegancia y elegante se me antoja el ensamblaje perfecto de tan pocos y humildes ingredientes.

Sarde in saor

La sarde in saor es un plato en el que el intenso y salino sabor de la sardina contrasta con toques dulzones y ligeramente ácidos. Se me antoja que se trate de una receta de raíces muy antiguas: su estilo no dista mucho de algunas preparaciones de la cocina medieval. Podríamos considerarlo pariente cercano de nuestros escabeches y quizá la presencia de los piñones y las pasas nos indiquen alguna influencia turca, cosa nada extraña dada la historia de la República del Veneto.

Enharinamos las sardinas, las freímos y apartamos. Si las queremos poner enteras o abiertas en mariposa es cuestión de gustos, aunque me inclino por esta última opción. Si además la presbicia aún no ha hecho demasiados estragos y tenemos paciencia de hacer un perfecto desespinado con una pincita… alcanzaremos la excelencia en el plato.

Cortamos cebolla en una juliana más bien ancha y sofreímos en poco aceite hasta que esté transparente, pero no demasiado rendida, ligeramente al dente. Añadimos un poco de vinagre, pasas y piñones y damos una vueltas.

Extendemos las sardinas y cubrimos más o menos con el sofrito de cebolla. Dejamos reposar al menos unas horas, aunque prefiero tomarlo de un día para otro o incluso más, puesto que en frigorífico aguanta varios días. No en vano, intuyo que se trataba de una receta orientada a la conservación de la pesca.

Bigoli in salsa de acciughe o, simplemente, bigoli in salsa

Los bigoli son una pasta similar a los spaghetti, algo más gruesos y de textura un poco más basta. Aunque podemos simplificar la receta utilizando los espaguetis que habitualmente encontramos en los comercios. También, aunque nos alejemos de la receta original, otros tipos de pasta dan resultados excelentes.

Si la sarde in saor es una receta simple, ésta los es aún más. Sin embargo, desde que la descubrimos en un humilde restaurante de carretera cerca del aeropuerto de Venecia, se ha convertido en una de las preparaciones de pasta preferidas en casa.
Cortamos cebolla en brunoise, sofreímos hasta que esté blanda (no dorada) añadimos anchoas y movemos hasta que estén prácticamente deshechas y añadimos a la pasta que antes habremos cocido. Nada más… y nada menos.

Sobre la cocción de la pasta poco se puede decir, es cuestión de gustos. En Italia, ya sabemos: se toma bastante poco hecha, al dente. Nada que ver con aquellos macarrones blandos, casi rotos de nuestra infancia. Y los italianos nunca añadirían ese poquito de leche o el chorrito de aceite al agua de cocción tan populares entre los “trucos de cocina” españoles . Agua abundante y sal.

Para acompañar estos platos echamos de menos esas entrañables frasquitas de blanco a granel, que no por ser granel era de mala calidad, tan populares en las trattorias. Pero pasado ese arranque nostálgico que nos lleva a la frasquita, lo cierto es que si encontramos alguna dificultad en la elección del vino será más por exceso de opciones que por defecto. Sólo entre los extremeños damos fe de los buenos resultados de: un rosado Evandria Pinot Noir de Coloma, un Nadir Rosado de Petit verdot de Pago de las Encomiendas o un blanco sobre lías de Sauvignon Blanc y Viura de Pago de los Balancines y, por qué no, un cava rosado de Vía de la Plata.

domingo, 30 de marzo de 2014

Ossobuco ma non troppo


Para los que creemos que en la cocina, además de los saberes y los productos, intervienen las emociones con tanta trascendencia o más que aquellos, los recuerdos de infancia son una notable fuente de inspiración.

El domingo se presenta animado con invitados en casa. Y siendo la pareja invitada ambos músicos y de los de talento, se nos ocurrió que no estaría mal hacer sonar algunos aires italianos en la mesa pues bien sabido es que la península apenina ha sido cuna de grandes maestros, algunos de los cuales también simultanearon su arte musical con el de los fogones.

Mas no ha sido el elegido un plato atribuido a ninguno de los músicos gourmet italianos, sino una receta de las que pertenecen al acervo de mi infancia: el ossobuco. Cuando mis padres querían agasajar a un invitado, uno de los platos con más posibilidades de protagonizar la mesa era el ossobuco que a la sazón había adquirido cierta fama en su círculo de amistades.

La curiosidad, como siempre, me lleva a comparar la receta familiar con las que aparecen en la bibliografía y, cómo no, en la webgrafía. Y cuál es mi sorpresa que en ninguna encuentro un ingrediente que yo pensaba que, por su originalidad, caracterizaba esta receta: las anchoas. Al final de la cocción, mi madre añadía un machado de ajo y anchoas disuelto en vino blanco.

El ossobuco, hueso hueco, es un corte transversal del jarrete de vacuno cocinado en un salsa de tomate. Todas las recetas que he encontrado coinciden en la cebolla, tomate y vino blanco como ingredientes básicos de la preparación. Unas cuantas añaden también zanahoria y apio. Y la mayoría coinciden en el toque diferenciador de la gremolata, un picadillo de ajo, perejil y ralladura de limón… y tampoco la receta familiar coincidía totalmente con esta gremolata pues no incluíamos el ajo en el picadillo.

Puede pues que este clásico del repertorio familiar no fuese un auténtico ossobuco según las más puras recetas. No obstante, por si algún lector quiere probar, y creo que merece la pena, daré la receta de este ossobuco que no lo es tanto, de este ossobuco ma non troppo.

Y si alguien puede aportarme alguna luz sobre dónde pudo encontrar mi madre esa receta con anchoas, estaré muy agradecido.

Ingredientes (para cuatro personas):

4 piezas de ossobuco
Una cebolla
250 gr de tomate frito
Una lata de anchoas
Un diente de ajo
Vino blanco seco
Ralladura de limón
Arroz y azafrán
Perejil fresco
Harina, sal, pimienta y aceite de oliva virgen.

En esta ocasión la carne fue un excelente corte de jarrete de ternera gallega de carnicerías Donoso (una carnicería especialmente recomendable cuando queremos asegurar el plato); el vino, un chenin blanc de Sudáfrica y el tomate, un bote de conserva casera (Importante el tomate: salvo que se tenga especial inquina a los invitados, no utilizar uno de esos purés rojos que se comercializan como tomate frito).

Preparación

Se fríen a fuego fuerte un minuto por cada lado las piezas de carne previamente salpimentadas y enharinadas y se apartan. En ese mismo aceite se sofríe lentamente la cebolla y se añade el tomate frito. Se añaden las piezas de carne y un vaso de vino blanco; si es necesario se completa con caldo de carne. Una vez que la carne esté tierna (precisa una larga cocción salvo que utilicemos olla exprés), se añaden las anchoas machacadas con el ajo y disueltas en un poco de vino blanco y se da otro hervor. El guiso quedará con una textura más fina si se tritura la salsa y se pasa por un chino.

Se presenta con una guarnición de arroz hervido con azafrán y se espolvorea el plato con ralladura de limón y perejil finamente picado.
En las copas fluyó un tinto Pilheiros 2005 de la D.O. Douro (Portugal) con suficiente personalidad para entedérselas con el tomate.

Si para el plato principal de esta comida dominical recurrí a la memoria familiar, para los entrantes y el postre preferí experimentar. Y de los entrantes, comparto la receta del que me ha resultado más interesante: un trigo bulgur con ajillo de langostinos.

Ingredientes:

Trigo bulgur; langostinos; ajo; perejil y aceite de oliva virgen.

Preparación

Una vez cocido y reservado el trigo bulgur, se pelan los langostinos y se reservan los cuerpos. En un aceite de oliva no muy caliente se sofríen unos ajos cortados en ruedas. Cuando empiecen a dorarse, se apartan. En el mismo aceite se sofríen las cabezas de los langostinos presionándolas para que suelten todos sus jugos y sabor. Se retiran las cabezas y si es preciso se cuela el aceite para eliminar restos de peladuras de los crustáceos. En ese aceite se sofríe el trigo a fuego fuerte durante unos dos minutos y se emplata. En una plancha bien caliente se pasan los cuerpos de los langostinos, que pondremos encima del trigo. Podemos decorar con un aceite de ajo y perejil y con las láminas de ajo fritas que habíamos apartado.


El postre anduvo a medio camino entre la tradición y la innovación: una torrija de las de toda la vida acostadita en sobre una crema inglesa y arropada con una sopa de fresa con pimienta rosa. De la torrija y de la crema inglesa no creo que sea preciso dar la receta, así que solo refiero la de la sopa de fresa: fresones cortados en daditos, igual peso de azúcar que de fresón un chorrito de Pedro Ximénez y unas vueltas de molinillo de pimienta rosa. Cocer hasta conseguir una textura líquida, espesa con los trozos de fresa blandos sin llegar a deshacerse.