"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós
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domingo, 16 de agosto de 2015

Carbonada flamenca o el principio de una aventura

Tras mucho tiempo sin escribir en este Cocidito, volvemos a empuñar la pluma en un descanso de tanto empuñar cuchillos y lo hacemos con recuerdos, con un artículo cuyas primeras líneas cociné hace cuatro meses.

Hay momentos breves que resultan muy largos. Abrir una puerta, introducir la llave en una cerradura puede ser un momento eterno cuando se trata de la puerta que abre una nueva aventura.


La hoja golpea rítmicamente sobre la tabla; a cada golpe le precede un suave crujido y el acero se desliza y se va amontonando una fina juliana de blancas lascas. Tan blancas, tan puras que nadie puede evitar la emoción y las lágrimas brotan sin pudor. Me acuerdo de Groucho y su madera y me entran ganas de exclamar “Más cebolla, es la guerra”. Así empieza la carbonada flamenca: cebolla, mucha cebolla, más cebolla. La carbonada es un guiso parco en la diversidad de sus ingredientes pero generoso en sus proporciones, para cada kilogramo de ternera, su protagonista, bien podemos calcular un mínimo de dos kilogramos de cebolla. 

Hace más de cuatro meses –este artículo va con retraso-, el viernes diez de abril, abríamos la puerta del COnvento Social Club y nos adentrábamos en algo más que un local. El Espacio COnvento es un lugar raro donde lo vetusto y lo nuevo se abrazan y dialogan en un diseño arquitectónico de Begoña Galeano y Julián Prieto. Entre sus muros, que guardan susurros de la vida cenobial de antaño, voces de humildes viviendas de corrala y silencios de tiempos de abandono, bullen desde hace poco más de un año las ideas de COcreación y vanguardia de Ángel Álvarez Taladriz y de Laura Gutiérrez Araujo. Es un lugar donde se cocinan proyectos de emprendimiento y se sirven eventos rompedores. Y, ahora, COnvento Social Club viene a añadir más cocina, la de nuestro modesto proyecto gastronómico.

Fuego suave, tiempo y mucho remover tornan la blanca firmeza en dorada languidez. Y así , cuando la cebolla haya perdido su altivez y esté doblegada, cercana a caramelizar, la apartamos y nos comenzamos a ocupar de la ternera.

Cada diente de la llave que se adentra en la cerradura, cada click adquiere un significado, unos avisan, otros alientan, otros gritan, ninguno calla. Es el breve e inmenso momento de la última reflexión antes de empezar a cortar, picar, hervir, asar, macerar…

En la carbonada debemos utilizar piezas que soporten largas cocciones, pues es un guiso a la vieja usanza, un guiso reposado, lento, de los que inundan el hogar de aromas de cocina antañona. Conversaciones en la carnicería con quienes saben de carnes: no hay nada como la charla con los amigos de Donoso para acertar en la elección; la espaldilla o la tapa son buenas candidatas. Hay fórmulas que la prefieren cortada para ragut y otras, fileteada. Es difícil saber cuál será la original de aquellos tiempos de los tercios de Flandes, si es que en esto de la cocina tradicional existen verdades absolutas, cosa que dudo mucho y, probablemente tampoco se utilizase ternera sino animales más entrados en años, quizá, también bueyes. Al final, un buen corte de espaldilla de ternera retinta, bien fileteada y golpeada para asegurar la ternura, preparado por sabias y expertas manos será el protagonista de esta carbonada.

Y es que cuando se va a cortar, picar, hervir, asar, macerar y lo que sea preciso para gentes tan diversas, algunos conocidos y la mayoría desconocidos resulta inevitable que se agolpen mil ideas, mil dudas y otras tantas reflexiones. Uno se pregunta por la receta que nos ha llevado hasta aquí: osadía e ilusión a partes iguales parecen ser los ingredientes principales, pero no faltan cierto pudor y, sobre todo, respeto. Mucho respeto a quienes nos confíen sus estómagos y paladares y a los cocineros.

Salpimentamos, enharinamos y freímos ligeramente los filetes, lo justo para domesticar los crudos sabores de la harina.

Y esos filetes enharinados, vestidos de blanco, nos vuelven a recordar a los cocineros y el pudor se acrecienta. Uno se considera intruso, atrevido al ponerse al timón de los fogones. Pero puede más la ilusión que la prudencia y pidiendo disculpas por la osadía a quienes tanto tiempo y tanto esfuerzo les ha llevado a merecer llamarse cocineros, sigo con mi carbonada.

En una cazuela de grueso fondo, que permita una larga cocción vamos disponiendo capas de ternera y capas de cebolla que cubrimos con una cerveza con cuerpo. La ortodoxia mandaría una buena cerveza belga pero la tierra llama y usamos una Ballut artesana, de Badajoz, por si acaso se entiende mejor con la retinta, que dudo haya escuchado voces valonas ni flamencas. Fuego y tiempo, hasta que reduzca. 


Fuego y tiempo. Tesón, trabajo y pasión serán necesarios para que este aventura alcance el nivel que nos proponemos. Pero como esta carbonada, hay proyectos que precisan de largas cocciones.

Reducida la cerveza, cuando ha dejado su esencia en el guiso y ha perdido casi todos sus líquidos, volvemos a cubrir con un rico caldo de verduras y dejamos cocer hasta obtener un salsa dorada y espesa y una carne tierna.

Un guiso sin prisa, un guiso de la cocina de la vieja Europa, una muestra de nuestro proyecto que bien vale para ilustrar nuestra aventura en el COnvento. Y digo nuestra porque en ella me acompaña otra osada a quien he logrado embarcar, Carolina, mi pareja sin quien ni éste ni otros proyectos serían posibles.
¡Más cebolla, es la guerra! Y el cuchillo sigue su rítmico golpeteo



viernes, 9 de mayo de 2014

Las collejas, tradición y un cuarteto de tapas.



Hablábamos en un artículo anterior de las muchas plantas que nos ofrecen nuestros campos y ya amenazaba con dedicar un monográfico a la colleja (Silene vulgaris).

Al igual que con las ortigas, las recetas que habitualmente utilizamos para las espinacas dan buenos resultados con las collejas. Si bien las ortigas no son frecuentes en la cocina popular extremeña, las collejas sí aparecen en los recetarios tradicionales. La tortilla, con o sin patata, es quizá la preparación más habitual. También podemos encontrar collejas en los potajes cuaresmales de nuestros pueblos, que resultan algo menos ácidos que los elaborados con espinacas.

Resulta aventurado hablar de la mejor receta de tortilla y mucho más osado sería tildar alguna como “la auténtica” pues hay tantas como gustos. Aun así, me permito reseñar el modo que mejores resultados me ha brindado: prefiero freír la patata por separado, saltear las collejas en un poco de aceite y una vez alcanzados el punto adecuado en cada una (dos o tres minutos para las collejas), mezclar ambas con el huevo batido y cuajar la tortilla. Se obtiene un resultado con jugosidad, sabor y texturas más atractivas dejando el huevo poco hecho; y en cuanto a las cantidades: una proporción aproximada de una parte de patatas para dos partes de collejas. ¿Cuánto huevo?... Pues como la harina de la repostería tradicional: ¡el que admita!


Animado por la escritura de este artículo he buscado algunas alternativas sencillas a las preparaciones más conocidas de la colleja y el resultado ha sido un cuarteto de tapas con una base de collejas ligeramente salteadas en un poco de aceite de oliva virgen. Buscaba sabores suaves que no ocultasen la personalidad de la colleja pero con la suficiente fuerza para equilibrar su protagonismo. La primera decisión ha sido evitar la tentación de las especias y del sofrito con ajo (muy a pesar de mi condición de ajoadicto) y centrarme en el sabor de los ingredientes principales.

Con queso y nueces: base de pan tostado, capa de collejas salteadas, lámina de queso gouda y unos trocitos de nueces. Si hubiese tenido a mano un Arzúa, probablemente habría probado con él y quién sabe si, como guiño a las tierras gallegas, le hubiese añadido un laminita de membrillo. Podría hacerse también con torta de La Serena, pero no respondo del equilibrio de sabores. Un brie podría ser otra buena opción... si alguien decide ensayar, le animo a compartir resultados. Rematamos con un golpe de grill o microondas para fundir ligeramente el queso.

Con huevo de codorniz: base de pan tostado, capa de collejas salteadas y un huevo frito de codorniz con un poco de sal en escamas aromatizada con boletus. No estaría mal probar con algo de pimentón de La Vera.

Rollito de bacon relleno de collejas salteadas. Puede sujetarse con un palillo pero he preferido utilizar una tira de puerro para atar el rollito. Terminar a la plancha hasta dorar un poco el bacon.

Con salmón: una cama de collejas salteadas y un trocito de salmón fresco marcado a la plancha, completar con un toque crujiente de sésamo y sal Maldom.

No es fácil la elección del vino, pero un Muscat de Bodegas Coloma puede proporcionar buena compañía a este cuarteto.

sábado, 3 de mayo de 2014

Una despensa natural: color, sabor y hierbajos


Un invierno que no ha sido severo en heladas pero sí pródigo en aguas se retira dejando paso a una primavera reventona. Puede que el adjetivo no sea muy académico pero desde que lo escuché hace años a
un vecino de Guijo de Granadilla lo incluí en mi repertorio de calificativos destinados al campo extremeño; académico no será, pero gráfico lo es y mucho. Sí: revientan nuestros campos henchidos de las aguas del invierno en un maremágnum de tonalidades verdes, amarillas, blancas, azules y malvas. Gordolobos, dientes de león, viboreras, tréboles, achicorias, orquídeas y cien más tejen alfombras jalonadas por cantuesos, retamas, espinos, jaras y jaguarzos bajo la mirada de robles, alcornoques y encinas que también ofrecen su modesta y dorada floración.

Ahora, cuando los campos de Extremadura abruman la vista con su polícromo espectáculo es también cuando ofrecen algunos de sus más delicados manjares silvestres. Bien conocidos son los espárragos trigueros de elegante amargor y a los que el chef Javier García en su recién estrenado Recetaclip ha dedicado un bonito capítulo. También los cardillos gozan de merecida fama y pueden verse en algunos puestecillos callejeros junto con los manojos de trigueros. Pero el verde manto de la primavera extremeña esconde otros muchos hierbajos que alegrarán nuestra mesa con matices que difícilmente podremos encontrar en otras temporadas, salvo por obra y gracia del congelador.

Menos conocidas son las propiedades culinarias de la ortiga (Urtica dioica). Sí, a pesar de su molesta propiedad urticante, la ortiga es un excelente comestible que sustituye, o incluso supera, a la espinaca. Esta planta tan abundante en nuestros campos, sobre todo cerca de construcciones abandonadas y lugares con abundante materia orgánica en el terreno, tiene una merecida mala reputación por los malos ratos que nos hacen pasar sus pelillos microscópicos cargados de ácidos fórmico y oxálico. Un roce contra sus hojas nos deja una desagradable sensación de quemazón que tarda su tiempo en desaparecer.

Recuerdo una noche de correrías quinceañeras en los alrededores de un pequeño pueblo cacereño, cuando un muchacho del grupo aquejado de cierta urgencia buscó un lugar que le proporcionase la suficiente intimidad tras unas paredes de piedra; al poco, sus sonoras maldiciones rasgaron el silencio y la traicionera oscuridad. Puede el lector imaginar que el chico no volvió a sentarse en lo que quedaba de noche. Un prolijo anecdotario de bromas y accidentes con la ortiga como protagonista alimentan la impopularidad de esta mala hierba y excelente verdura.

Pero la ortiga es conocida desde antaño y no solo por risas y quemazones. Por la resistencia de las fibras de sus tallos, fue sustituto del algodón durante la Primera Guerra Mundial y se tiene constancia de su uso textil en la Edad del Bronce. Griegos y romanos ya la utilizaron por sus propiedades medicinales y comestibles y en la edad media era considerada un eficaz remedio para el tratamiento de diversos males.

Bastan unos minutos de cocción para que la mala sombra de la ortiga desaparezca. Así pues, siendo cuidadosos en la recolección y con unos guantes como aliados nada hay que temer de esta abundante y denostada planta. Debe recolectarse al principio de la primavera, cuando sus brotes son tiernos. En cuanto a su preparación, cualquier receta de espinacas se adapta a la ortiga: cremas, tortillas, con quesos frescos o tipo ricotta, etc.. Rehogada con un poco de ajo resulta un excelente acompañamiento para un salmón a la plancha.

Y puestos a buscarle sustitutos silvestres a la espinaca, las collejas (Silene vulgaris) son otra de las verduras de las que nos provee la despensa natural de nuestros campos. Una verdura delicada y que, para mi gusto, aventaja en finura a las espinacas. Por mesura en la extensión de este artículo y por afición (o devoción) a esta verdura, prefiero dedicarle el próximo en exclusiva.

Mis recuerdos de otra planta comestible que cuento entre mis favoritas, el Tamus communis, se remontan a mi infancia, en Cercedilla, donde recibían el nombre de lupios. La llegada a casa de un manojo de lupios era motivo de regocijo y origen de una espléndida tortilla. Por aquel entonces los cocíamos previamente; más tarde aprendimos que hay mejores formas de disfrutar su intenso sabor. Volví a encontrarme con los lupios en Santibáñez el Bajo, en el norte de Cáceres, ahora con el nombre de espárragos de enrea y allí aprendí la receta que más utilizo por su sencillez y porque conserva todo el sabor y el agradable amargor de la planta: sofritos en un buen aceite de oliva virgen con un poco (muy poco) de ajo picado, que debe añadirse a mitad de la preparación para que no llegue a dorarse, y miga de pan troceada como si fuese para unas migas en cantidad que varía según el gusto, yo me inclino por un volumen que no supere el cincuenta por ciento del total de la preparación.

El Tamus communis también recibe el nombre de rabiacanes o esparraguillas. Santiago Salamanca le dedica un exhaustivo artículo en su muy recomendable blog Gastroconversaciones.


Aprovecho unas notas que me facilita mi padre para reseñar otras plantas silvestres comestibles:

Acedera
Planta herbácea del género Rumex del que consumen varias especies: la acedera común (Rumex acetosa), la acedera silvestre (R. montanus) y la romaza, acederón o paciencia (R. patientia.

Berro
Bajo este nombre se conocen varias plantas que suelen tomarse en ensalada, algunas de ellas hoy ya cultivadas: berro de fuente o de agua (Nasturtium officinale), berro mastuerzo (Lepidium sativum), berro de jardín o de tierra (Barbarea praecox), berro de invierno (Barbarea vulgaris) y berro de los prados (Cardamine pratensis).

Borraja
Borago offcinalis. Sus hojas tiernas se pueden consumir en ensalada y los tallos cocinados en potajes, tortillas, rebozadas y fritas e incluso en dulce con azúcar.

Diente de león
También llamado amargón (Taraxacum officinale o T. densleonis). De intenso sabor amargo suele tomarse en ensalada. En Francia también es denominado pisse au lit (pis en la cama) por su efecto diurético.

Cardillos
Ya citados, corresponden a las especies Scolymus hispanicus y S. maculatus.

Espárragos silvestres o trigueros
Se consumen varias especies: Asparagus acutifolius, A. albus, A. aphyllus y A. officinalis, entre otras.

Pamplinas
Se consume en ensalada. Hypecoum grandiflorum .

Aún podrían citarse más especies pero haríamos interminable el artículo. El consumo de plantas silvestres no es nada novedoso: desde muy antiguo se conocen las propiedades culinarias de estos regalos de la naturaleza. Si bien es cierto que antaño no solo el placer propiciaba su recolección sino necesidades mucho más primarias: las plantas silvestres comestibles fueron un complemento en la dieta de la población rural más necesitada. Aunque también mesas mucho más pudientes disfrutaron de sus bondades. Martínez Montiño, que fue cocinero de la Corte durante los reinados de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, en su “Arte de Cocina” menciona recetas con acederas, borrajas, cardillos, etc..