"¿Qué has puesto para comer?
- ¡Oh! No te apures... El cocidito de siempre."


Tormento. Benito Pérez Galdós
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miércoles, 12 de agosto de 2020

Un gazpacho de poleo en Alburquerque

 
En estos veranos sin compasión al igual que en el caminar se persigue con anhelo el amparo de la sombra, en los quehaceres de la cocina se buscan los platos fríos, más apetecibles en la mesa de la canícula y que, de paso, nos evitan faenar con los fogones. Y, entre los platos fríos, reinan por derecho propio los gazpachos en sus muchas variedades. Mas el que traemos a colación no es un plato estival en sus raíces, sino de primavera. Aun así, transgrediendo la tradición estacional de la receta, resulta una muy agradable entrada para una comida veraniega. 


Atrás quedaba la noche callada, hendida por el alfanje rosado del alba de una primavera recién estrenada. Algunos jirones de niebla habían quedado, ora prendidos en las encinas, ora aferrados a los matorrales o desparramados por los barbechos. En lontananza, en lo más alto, presidiéndolo todo, con la blanca villa recogida a sus pies, el castillo de Álvaro de Luna. 
Y allí, al borde de la carretera de La Codosera, cerca del puente del Gévora, espera Mari el autobús para ir a la escuela, en Alburquerque. Los primeros rayos del sol arrancan destellos de azafrán sobre los campos que se van tapizando de magarzas en el despertar de la primavera. Atrás quedan las mañanas aceradas, cuando esperaba el autobús al calorcito de una pequeña hoguera.

Entretiene la espera imaginando qué depararía la tarde. Con el buen tiempo llega algo de diversidad a las tardes de bordados en el bastidor al calor del hogar. Quizá ayudar en las tareas de la huerta mientras el abuelo se ocupaba del ganado; si la suerte sonreía, dar un paseo hasta la cantina a por unas gaseosas y unas galletas de coco o quizá recorrer las vaguadas de los regatos que vierten sus aguas en el Gévora o en el arroyo del Cubo para recoger las primeras matas de poleo.

Poleo que vendría a reunirse en el mortero con lo que había en la majada: algunos pimientos secos, huevos y tomates en conserva, además de pan, ajo, aceite y vinagre, para convertirse con la paciencia y el rítmico machacar en un gazpacho de poleo.

Su madre escogió algunos pimientos de las ristras que secaron primero al sol y que luego, en el chozo cercano a la casa, compartieron colgaderos con la chacina recogiendo algunos matices ahumados. Los puso a remojo para que recuperasen algo de su turgencia y carnosidad pretéritas.

En el mortero machó unos ajos, un generoso ramillete de poleo, las carnes ya henchidas de los pimientos y despojadas del pergamino de su piel reseca, sal, algunas yemas de huevo duro y unos tomates en conserva, que aún quedan algunos botes. Y como aquello resbalaba en el mortero más de la cuenta, añadió un par de trozos de pan. Una vez bien majados y amalgamados los ingredientes, añadió aceite de oliva virgen, vinagre y agua fresca hasta conseguir dar con el gusto. Echó unos trozos de pan y la clara de los huevos picada.

Tras el invierno renacieron las matas de poleo en las tierras bañadas por arroyos y regatos y con ellas retornó a la mesa aquel gazpacho, como cada año, de primavera en primavera.

Conocía desde hace tiempo la presencia del poleo en algunos platos extremeños, pero nunca lo había probado fundiendo la frescura de su aroma con la calidez del pimiento seco: realmente sorprendente y agradable al paladar.

Me llega esta receta desde Alburquerque, por boca de Ángeles Rodríguez Mayo, a quien agradezco la paciencia con la que ha atendido las mil preguntas que me iban surgiendo en torno a esta deliciosa sopa fría: que si es una receta familiar o su consumo está extendido en la zona, que si siempre lleva tomate, que cuándo, dónde, cómo se toma, que si se conoce desde hace tiempo... Muchas gracias por tanta información y por facilitar la fotografía del Castillo de Luna tomada por su hermano David Rodríguez Mayo que ilustra estas líneas.

Su consumo estaba extendido, al menos, entre todas las familias que vivían en las majadas cercanas a Alburquerque. Se trata de un claro ejemplo de esa cocina que combinaba con sabiduría los productos del campo: poleo y los de producción propia: pimientos secos, conserva de tomate, huevos...

Puesto que el tomate en conserva es un elemento prescindible en la receta original, nos encontramos con un gazpacho muy similar a los que cita la Cofradía Extremeña de Gastronomía en la edición de 1985 de su Recetario de cocina extremeña: un “gazpacho de poleo” de Fuente del Arco y un “gazpacho blanco” de Calzadilla de Coria. Eso sí, con el añadido genial del pimiento seco.

En definitiva, uno más de la “familia” de los primigenios gazpachos blancos de consumo tan extendido en el agro del sur peninsular y a los que vendrían a incorporarse después los frutos que trajo el Descubrimiento de América.

Leo con frecuencia artículos de gastronomía y viajes que citan recetas del gazpacho extremeño, aportando incluso cuáles son las diferencias con el andaluz... La receta que nos ocupa es una muestra más de las múltiples variantes que puede presentar un plato. Es empeño habitual de las cocinas regionalistas el establecer la “receta auténtica de...” la paella valenciana, el gazpacho andaluz, el gazpacho extremeño, el cocido de aquí o de allá. Cuando profundizamos en la cocina tradicional los límites geopolíticos se difuminan, aparecen mil matices, mil variantes todas con su personalidad, tan tradicionales las unas como las otras. Tanto que intentar fijar una receta exacta del gazpacho extremeño, por seguir con este ejemplo, no nos llevará más que a empobrecer la cultura gastronómica dejando atrás cientos de fórmulas, además de caer en planteamientos tan inexactos como arbitrarios porque... gazpacho extremeño sí, pero ¿de antes o de después del Descubrimiento de América? ¿Del norte o de sur? ¿De zonas de huerta o de zonas pastoriles?

Sobre estas ideas nos extenderemos en un próximo artículo. Vayamos ahora con una versión del gazpacho de poleo de Alburquerque que sin apartarse de su esencia se adapte mejor a los paladares actuales, sobre todo en lo que a texturas se refiere pues no estamos ya acostumbrados a los gazpachos de mortero con sus trozos de pan remojados.

Ingredientes:
  • Cuatro huevos duros
  • Dos cucharillas de carne hidratada de pimiento seco o ñoras, que podemos sustituir, si nos resulta más fácil y accesible, por carne de pimiento choricero en conserva.
  • Un diente de ajo (o más... todo depende del gusto y de si prevemos alguna cita después de la comida).
  • Tres tomates al natural en conserva.
  • Dos o tres rebanadas de un pan de buena y densa miga.
  • Aceite de oliva virgen extra (cantidad y variedad al gusto, aunque me permito recomendar tres cucharadas de un Vieru ecológico de Manzanilla cacereña de Almazara As Pontis que nos aportará un delicioso aroma).
  • Vinagre (cantidad y variedad al gusto).
  • Sal al gusto.
  • Agua en cantidad según la cremosidad que queramos obtener.
  • Y un generoso ramillete de poleo fresco (no me vayan a usar un sobre de infusión).
Preparación:

Así como en la elaboración en mortero sí conviene observar cierto orden en la preparación, en este caso en el que vamos a utilizar algún procesador de alimentos: batidora de brazo, batidora de vaso o tipo Thermomix, no se requiere más preparación que haber separado la clara de los huevos duros (que reservaremos para decorar) y haber remojado el pan.

Trituraremos todos los elementos hasta conseguir una crema fina y homogénea y decoraremos con clara de huevo picada y si, queremos aportar un toque crujiente, algún trocito de pan que podemos haber desecado en el horno (sin que llegue a tostarse).

Solo queda entregarse a sus aromas y a su textura cremosa y disfrutar.


miércoles, 21 de noviembre de 2018

Una cena del comisario Maigret. El buey a la borgoñona (boeuf bourguignon)

Entre las volutas de los vapores que escapan de las tapas temblorosas de las marmitas se leen historias de otros tiempos y lugares remotos; como los libros, que entre sus líneas exhalan aromas de viajes, luces y sabores de Ítaca.

Se me antoja que los libros tienen dos historias: la que narran sus páginas y la suya, su peripecia: quién los dejó en el estante, cómo llegaron, cuándo… 

Aquellos libritos delgados de cubiertas flexibles con la silueta de un señor con sombrero y pipa eran libros de mayores. Eran los libros que mi padre compraba en las difuntas Librerías de Ferrocarriles y que le daban compaña en los viajes de Madrid a Cercedilla, donde mi madre, mis abuelos y yo pasábamos los meses de la canícula. Según fui abandonando las viñetas, guiado por el consejo paterno, me adentré primero en el mundo de Salgari; el de Julio Verne se me hizo más difícil de digerir; después en el de Agatha Christie y, un par de veranos después, comencé a trasegar aquellas novelitas del comisario Maigret. Tendría doce años cuando empecé a imaginar un París en blanco y negro: el bulevar Richard Lenoir, el Quai des Orfevbres… Un universo de gentes, calles y, también, sabores. 


Madame Pardon había preparado un buey a la borgoñona y nadie sabía mejor que ella preparar aquel plato a la vez sólido y refinado que había sido objeto de la conversación mientras comieron.
Se habló también de la cocina provenzal (1), del cassoulet, del pote de Lorena, de los callos al estilo de Caen, de la bouillabaise.
- A decir verdad casi la mayoría de estos platos fueron consecuencias de la necesidad… Si los refrigeradores hubieran existido durante la Edad Media…
”  

Maigret y el asesino. George Simenon.

La conversación tenía lugar en algún edificio del bulevar Voltaire. Pardon era el gran amigo del comisario Maigret y poco después de la plácida reunión se iniciaría una investigación sobre algún truculento asesinato. No deja de llamarme la atención cuántos escritores de novela negra y policiaca han coincidido en atribuir aficiones gastronómicas a sus detectives protagonistas. Montalbano (Andrea Camilleri) y Brunetti (Donna Leon) entre crimen y crimen no pierden ocasión para ensalzar las cocinas siciliana y veneciana, Jaritos (Petros Márkaris) hace lo propio con la griega. Aunque puestos a citar detectives gourmet, puede que la palma se la lleve nuestro Carvalho (Vázquez Montalbán). 

El comisario Maigret no es un refinado gourmet ni mucho menos un cocinillas: es un hombre que disfruta de la buena mesa, de las tradiciones culinarias, de los placeres de un sencillo bistrot, de un vaso de vino blanco en una tasca de barrio. A lo largo de las setenta y nueve novelas protagonizadas por el comisario, Simenon refiere más de trescientos bares y restaurantes. Según una estadística que comencé y algún día terminaré (creo), solo en sus primeras cuatro novelas aparecen cuarenta y ocho citas de bebidas o comidas.

Y, al igual que los otros detectives mencionados, Maigret también cuenta con su libro de cocina: Las recetas de Madame Maigret, escrito por Robert J. Courtine, amigo personal de George Simenon. En las novelas de Maigret no aparecen recetas, pero nombra un buen repertorio de platos tradicionales franceses que Courtine recopila entre las páginas de las novelas, describe la fórmula y sugiere el maridaje que le parece más idóneo. Resulta un interesante recetario de cocina francesa, del que el propio Simenon escribió el prólogo que constituye toda una declaración: “Muchas personas, sobre todo en estos últimos años, se las dan de entendidas en gastronomía y casi todos los diarios y revistas tienen su sección dedicada a la "buena mesa". Sin embargo, la cocina de la que se habla casi siempre es una cocina de fantasía que armoniza mejor con los muebles hinchables de plástico que con un buen comedor de sólidos muebles.” No cabe duda de que Simenon convierte al comisario en su alter ego en cuanto a gustos culinarios se refiere. 

No había mantel sino papel estampado sobre la tabla encerada de las mesas que el dueño aprovechaba para sus cuentas.
En una pizarra podía verse escrito con tiza:
Picadillo
(2) del Morvan
Rodaja
(3) de ternera con lentejas
Queso
Tarta de la casa
El juez gordinflón se encontraba a gusto en ese ambiente aspirando con glotonería el espeso tufillo de comida. No había más que dos o tres clientes silenciosos y asiduos a los que el propietario llamaba por su nombre.

Maigret se limitó a comentar:
-¿Le gusta la ternera?
-Me gustan todas las especialidades del campo
(4)
. Soy hijo de campesinos yo también…
La paciencia de Maigret
. George Simenon

Inciso sobre las traducciones de los textos citados: 

Sabemos que la traducción no es tarea fácil y, a juzgar por lo leído en estas novelas, el traductor no estaba muy ducho en materia de gastronomía: 

(1) En el original en francés aparece “cuisine provinciale”. La traducción “provenzal” no nos parece muy acertada salvo que estiremos los límites de la Provenza a más de media Francia, el cassoulet es propio de la comarcas occitanas, Caen está en Normadía, Lorena, al norte, frontera con Bélgica y Alemania y la boullabaise que se elabora en la Costa Azul, por cercanía es la única que podría considerarse provenzal. De modo que “cuisine provinciale”, más bien se debería traducir como nuestra expresión “cocina regional”. 

(2) Picadillo de Morvan es la traducción que la edición española da a “rillettes du Morvan”. Los rillettes son el producto de una larga cocción de carne y grasa de cerdo condimentadas, resultando una especie de paté, que a veces y en modo cariñoso recibe el nombre confiture de cochon (mermelada de cerdo), lo más parecido en España puede ser la zurrapa de lomo andaluza. También se elaboran con pato u oca. 

(3) La “rodaja de ternera” suponemos que se refiere al redondo de ternera. 

(4) Y, por último, el “terroir” que el traductor identifica como “campo”, creemos que tiene otras connotaciones más amplias y con cierto componente emocional, que nosotros hubiésemos traducido como “especialidades de la tierra”. En el mundo del vino terroir equivale a nuestro terruño. 

De ese universo de imágenes parisinas rescato hoy el buey a la borgoñona, el bueuf bourguignon de aquella cena con el matrimonio Pardon. 
Hay algunas recetas a las que me acerco con especial reverencia y ésta es una de ellas. El buey a la borgoñona es uno de los grandes platos de la cocina tradicional francesa y eso ya me infunde respeto. No es un es un plato difícil, pero requiere mimo y ninguna prisa, sobre todo ninguna prisa. Pero el tiempo invertido tiene su recompensa en la mesa: aromas, texturas, equilibrio. Un plato cálido, sosegado para ser acompañado con buen vino y buena conversación. 

Cuando se elabora con cuidado y se consigue un aroma perfecto, es uno de los platos a base de buey más deliciosos que se hayan creado El arte de la cocina francesa. Julia Child 

Han sido muchas las fórmulas consultadas y varias las ensayadas y pese a la introducción del artículo, no ha sido la de Las recetas de Madame Maigret, sino la de El arte de la cocina francesa de Julia Child, con alguna pequeña licencia la que más satisfacciones nos ha proporcionado. 

Antes de meternos en harina haremos acto de contrición porque ni hemos utilizado carne de buey, sino de retinto, ni hemos empleado vino de Borgoña, sino extremeño. Hemos elegido jarrete por su consistencia melosa y, confesamos, porque su jugosidad permite cierta elasticidad en el punto de cocción que no necesita tanta precisión como otras piezas. Julia Child recomienda usar trozos de cadera, aguja, espaldilla, babilla, tapa o cuarto trasero y en este punto invitamos a nuestros amigos de  Donoso Carnicerías, habituales e infalibles proveedores de satisfacciones carnívoras, a opinar sobre el tema. De momento ya estamos en conversaciones para que para futuras elaboraciones de este guiso nos provean de jarrete de vaca gallega, que sin ser buey, se acercará más a los sabores originales.
Ingredientes: 

750 g de la carne elegida
150 g de panceta fresca o bacon, nosotros hemos elegido bacon.
Dos zanahorias
Una cebolla
Una rama de apio
Un puerro
Vino tinto (preferentemente de corta crianza)
Caldo de carne (la cantidad que se necesite)
Concentrado de tomate o tomate deshidratado en polvo.
Dos dientes de ajo majados
Un bouquet garnie
Cebollitas francesas
Champiñones
Aceite de oliva, mantequilla, sal, pimienta, harina

Se recomienda una cazuela de hierro fundido o porcelana con tapa, apta para horno. Hemos probado una cocción convencional en fuego, olla lenta y horno. Y, sin duda, el mejor resultado lo hemos obtenido con horno. Si no se dispone de una cazuela de esas características, podemos utilizar alguna que no tenga asas de plástico y taparla lo mejor posible con papel de aluminio.

Elaboración:
 
La primera recomendación es elaborar el guiso un día antes del festín. Así lo haremos con menos prisas y, sobre todo, reposará, espesará y se integrarán mejor todos los sabores. Para el “día D”, dejaremos solo las guarniciones. 

Primero cortaremos el bacon en lardons es decir en taquitos gruesos y alargados. Los escaldaremos en agua hirviendo unos minutos para aminorar el sabor ahumado. Y los reservaremos sobre un papel de cocina que absorba el agua. 

Cortamos la carne en trozos gruesos, de unos tres o cuatro centímetros e iremos precalentando el horno a 230 grados. 

Cubrimos el fondo de la cazuela con aceite de oliva, salteamos el bacon hasta que se dore y lo reservamos. En ese mismo aceite bien caliente doramos por todos sus lados los trozos de carne y los reservamos. 

Y, otra vez en el mismo aceite, salteamos las zanahorias cortadas en ruedas y la cebolla en juliana gruesa. Una vez que estén ligeramente doradas apagamos el fuego y colocamos encima de la verdura los trozos de carne y los lardons. Salpimentamos y cubrimos con harina, removemos ligeramente para repartir bien la harina e introducimos la cazuela destapada en el horno hasta que se cree una costra. 

Sacamos la cazuela, a ser posible con guantes porque el olor a nuestra piel quemada puede contaminar el guiso, y bajamos la temperatura del horno a 150 grados. 

Añadimos la rama de apio, el bouquet garnie, los dientes de ajo rotos con un golpe en plano con la hoja del cuchillo y cubrimos con vino y caldo, en una proporción aproximada de dos partes de vino por una de caldo. Añadimos una o dos cucharadas de concentrado de tomate o de tomate deshidratado en polvo disuelto en un poco de caldo. 

Ponemos en el fuego fuerte, llevamos a ebullición y metemos nuevamente la cazuela, esta vez tapada, en el horno. 

Poco a poco los aromas irán invadiendo la cocina. A partir de las dos horas podemos ir vigilando el punto de la carne. Lo normal es que la cocción dure entre dos horas y media o tres, pero dependerá de la pieza elegida.

Como hemos recomendado hacerlo un día antes, al enfriarse y reposar, el exceso de grasa, si lo hay, subirá a la superficie, lo que nos permitirá un buen desgrasado. Si observamos que la salsa ha quedado excesivamente líquida, siempre podríamos retirar las carnes y la verdura y reducir al fuego. En nuestra experiencia, solo fue necesario cuando hicimos la cocción en olla lenta.

El bouquet garnie

El bouquet garnie puede ser un ramillete de hierbas aromáticas frescas (romero, perejil, perifollo, tomillo, salvia…) O un paquetito de hoja de puerro en el que se envuelven varias hierbas y especias. Esta modalidad nos permite utilizar hierbas secas sin que la salsa se llene de hojitas y restos, además la hoja de puerro hace cierta labor de filtro y evita excesos de aroma. En nuestro caso hemos utilizado laurel, tomillo, romero, mejorana, perejil y clavo. Para que la hoja de puerro sea más flexible y sea más fácil el empaquetado podemos ponerla treinta segundos en el microondas a máxima potencia.

Las guarniciones:

Pelamos las cebollitas con mucho cuidado de no romper las capas para que no se deshagan. En una sartén o cazuela con diámetro suficiente para poder disponer todas las cebollitas en una sola capa añadimos un poco de aceite o mantequilla, lo justo para cubrir el fondo y doramos un poco las cebollas a fuego vivo. Añadimos dos o tres cucharadas de azúcar moreno, un poco de sal y cubrimos con vino tinto o vino de Oporto, también se puede añadir un poco de caldo de carne o una cucharada de salsa del propio guiso. Dejamos a fuego lento moviendo cuidadosamente de vez en cuando hasta que se evapore todo el líquido y quede un caramelo. Para asegurar que quede blando el interior de la cebolla podemos tapar la cazuela dejar cocer unos diez minutos y luego destapar. Paciencia… el resultado óptimo puede tardar más de una hora.

Los champiñones deben cocinarse justo antes de servir. Limpiamos con pincel o pelamos los champiñones (lo que sea, menos lavarlos) y les quitamos los troncos. Salteamos en un poco de mantequilla hasta que estén dorados. Nosotros preferimos dejarlos bastante al dente, solo dorados. Salpimentamos.

Solo queda disfrutar y elegir un buen vino. En esta ocasión hemos degustado un Domeine Magellan de 2012 de Syrah, Grenache y Carignan de la Denominación de Origen del Laguedoc. Entre los extremeños, por ejemplo, un Xentia de Pago de las Encomiendas seguro que es un perfecto acompañante.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

En el berenjenal de la alboronía

Dedicatorias
A Slow Food Extremadura: cuando este artículo estaba casi a punto de salir de la cocina, recibimos la llamada de Piedad que nos invitaba a compartir la reunión de Slow Food. Siempre es agradable compartir momentos y condumios con quienes tantas ideas tenemos en común. Así que allí nos presentamos y como había que aportar un plato, sin mucho pensarlo, decidimos llevar alboronía. Muchas gracias por acordaros de nosotros y permitirnos compartir un día de grandes ideas y grandes platos.

A las amigas veganas con las que compartimos momentos y experiencias como jurado de la Ruta de la tapa vegana de Badajoz, porque sabemos que disfrutarán estas recetas.

Entre tomateras agostadas y restos de otras plantas no hace mucho frondosas y hoy apenas esqueletos fantasmagóricos, unas cuantas plantas de berenjena resisten estoicamente y siguen generosas ofreciendo algunos frutos aún si cabe más voluptuosos mostrando su amoratada y brillante turgencia entre la desolación de tanta decrepitud.

Nuestro huerto es pequeño: ocho plantas de berenjena no son precisamente un berenjenal. Uno es aficionado a meterse en eso, en berenjenales, que según la Real Academia significa coloquialmente “meterse en enredos, dificultades”. Así que como las ocho plantitas del huerto no satisfacen el ansia de meterme en un berenjenal, me dispongo a elucubrar sobre las recetas de la alboronía.

El gran Néstor Luján (1922-1995), escritor, periodista y gastrónomo al que debemos algunas de las más brillantes páginas de la literatura gastronómica española contemporánea, se refiere a la alboronía como “la madre de todos los pistos”.

En muchos recetarios, sobre todo de Andalucía, encontramos alboronías y la mayor parte incluye el tomate y el pimiento entre sus ingredientes, además de la calabaza y la berenjena. Algunas de estas recetas no se diferencian mucho de los pistos manchegos.

Pero, ¿son estas recetas, algunas de ellas bastante antiguas, fiel reflejo de las primeras alboronías que se cocinaron en la península ibérica?

La propia etimología de la palabra alboronía nos invita al berenjenal. La fonética de la palabra y su inicio con “al” nos indican su origen arábigo. Podríamos asegurar que la mayoría, por no decir la totalidad, de las recetas de origen árabe de la cocina española tiene su origen en los ocho siglos de dominación musulmana (711-1492), pues hasta mucho después, bien pasada la segunda mitad del siglo XX, no empieza a mostrarse interés por cocinas de otras culturas: asiáticas, árabes… Así pues, debemos datar la alboronía en cualquier periodo anterior a 1492, o lo que es decir, en la época precolombina, es decir en la época “pre-pimiento” y “pre-tomate”, si se me permite la invención de los términos.

También tenemos noticia de la berania, plato de Fez, Meknés y Mogador y un plato árabe denominado buraniyya. Ambas voces nos recuerdan a nuestra alboronía. Por otra parte, el vocablo árabe al-baraniyya significa “cierto manjar”. Otras fuentes atribuyen a la voz buraniyya en árabe el significado de “guiso”. No teniendo quien nos asesore en materia de lenguas árabes, nos quedaremos al menos con la certeza de que la voz alboronía tiene origen arábigo.

También encontramos en la gastronomía española, dependiendo de zonas, autores y épocas, las voces moronía, almoronía y boronía que, sin duda, son de la familia y, además, describen platos similares.

Un origen más romántico surge de la leyenda recogida con humor por Juan Valera (1824-1905), ya citada en este blog en el artículo anterior sobre las sopas de ajo, que relata las bodas del califa Al Mamum, hijo de Harum-al-Rasid, el famoso califa de Las mil y una noches, con la princesa Al-Buran, hija del visir Inb-Sahl. Parece que las bodas fueron dignas de ocupar todas las portadas de la prensa del corazón de la época, pero no nos quedan muchas crónicas fidedignas, aunque algunos autores aseguran que uno de los platos que se sirvieron en el bodorrio consistía en una mezcla especiada de calabaza y berenjenas con frutos secos, que tomó el nombre de al-boronía honor a la princesita. Sobre este hecho, verídico o no, hay otra versión que, aún manteniendo el origen del nombre del plato ligado a la princesa, explica la abundancia de berenjenas en el banquete nupcial al poder afrodisiaco que se atribuía a la turgente hortaliza. No queda claro, y una vez más depende de los autores, a quién se debió la iniciativa: a una ansiosa princesa, a un califa lujurioso o a unos cocineros bienintencionados.

Lo cierto es que la boda en cuestión no se celebró en España sino en Bagdad así que alguien tuvo que traer el guisote para que apareciese en la cocina peninsular. Parece ser que un joven músico y mozo de cocina llamado Zyriab, que no sabemos qué habría liado en Bagdad o con quién se había enemistado, tuvo que salir por pies de la corte califal. En su huida acabó recalando en la Córdoba de Abderramán II a quien le preparó el dichoso plato de berenjena y calabaza y le relató la historia de la boda, de la princesa y del nombre del plato… y desde entonces, hasta nuestros días.

Por si nos cupiese alguna duda de la antigüedad del plato en España, en la Lozana andaluza, de Francisco Delicado, impreso en 1528, puede leerse: “Pues boronía ¿no sabía hacer?: ¡por maravilla! Y cazuela de berenjenas mojíes en perfición, cazuela con su ajico y cominico, y saborcico de vinagre, ésta hacía yo sin que me la vezasen...” 1528 es posterior al descubrimiento de América, pero a efectos gastronómicos, en lo relativo a la presencia de tomates y pimientos en las cocinas, podemos considerarlo como época precolombina o, para más rigor, como aventuré antes, “pre-pimiento” y “pre-tomate”.

¿Podríamos deducir entonces que las fórmulas que incluyen las hortalizas venidas del Nuevo Mundo no son auténticas recetas de alboronía? No seré yo quien lo asevere. Más me inclino por hablar de un guiso que ha evolucionado con los tiempos. La aparición en las cocinas española y europeas de los productos venidos allende los océanos supuso una verdadera revolución y la historia se ha escrito a golpe de revoluciones. Sería tanto como afirmar que todos los platos con pimentón, pimiento, tomate, judías, patatas… no son cocina tradicional. Tantos años llevan en nuestros fogones que pertenecen por derecho propio al acervo de nuestra gastronomía. No osaría yo decirles a belgas y alemanes que las patatas no forman parte de sus tradiciones culinarias o a los italianos, el tomate.

Cervantes también cita la boronía en la comedia La gran sultana:

Madrigal ¡Vive Roque, canalla barretina,
que no habéis de gozar de la cazuela,
llena de boronía y caldo prieto!
Andrea ¿Con quién las has, cristiano?
Madrigal No con naide.
¿No escucháis la bolina y la algazara
que suena dentro desta casa?

Andrea Di: ¿por qué te maldicen estos tristes?
Madrigal Entré sin que me viesen en su casa,
y en una gran cazuela que tenían
de un guisado que llaman boronía,
les eché de tocino un gran pedazo.
Andrea Pues, ¿quién te lo dio a ti?
Madrigal Ciertos jenízaros
mataron en el monte el otro día
un puerco jabalí, que le vendieron
a los cristianos de Mamud Arráez,
de los cuales compré de la papada.
lo que está en la cazuela sepultado
para dar sepultura a estos malditos,
con quien tengo rencor y mal talante;
a quien el diablo pape, engulla y sorba
."

Esta cita no nos aporta luz sobre la presencia de tomates o pimientos en la alboronía (o boronía) del Siglo de Oro. Sin embargo, sí nos sitúa el guisito de marras en una cocina judía. La escena narra el enfado resultante de “echar de tocino un gran trozo”, lo que Madrigal hace con objeto de “dar sepultura a estos malditos, con quien tengo rencor y mal talante…”: judíos, sin duda, pues tenía prohibido el cerdo por precepto religioso. Las berenjenas, muy presentes en la cocina sefardí, parece ser que no eran muy apreciadas en el Siglo de Oro español, precisamente por considerarlas comida de judíos.

Cabría pensar que la alboronía, cuyo origen árabe ya hemos asegurado, se haya transmitido hasta nuestros recetarios actuales desde los usos y costumbres culinarios de Sefarad, que tantos otros platos han aportado a la cocina española actual.

En cuanto a la afirmación de don Néstor Luján "la alboronía es la madre de todos los pistos", nada hay que lo asegure pero, desde luego, tampoco que lo desmienta. Es más, no parece caber duda de que en fogones muy antiguos de la península se cocinó una mezcla de berenjena y calabaza a la que posteriormente se le añadieron los productos snob del momento: pimientos y tomates, al tiempo que se le fueron quitando especias, tan del gusto arábigo. Claro que si nuestra protagonista es madre de los pistos, debe ser abuela o tía de la ratatouille francesa y quizá de la caponata italiana, que parecen de la misma familia.

Siguiendo con la atribución de maternidad que Luján atribuye a la alboronía, hay que reconocer que ha sido madre prolífica. Baste citar la Alboronía de camarones que Maria Inés Chamorro propone en su libro La cocina de Don Quijote (Herder, 2002), una receta de sabores prometedores que no tardaremos en probar. No cabe duda de que es una creación actual inspirada en recetas antiguas, algo que no criticamos pero que nos aleja de nuestro propósito de hurgar en el berenjenal de la raigambre.

Así pues, sea o no nuestra protagonista madre de todos los pistos, lo que no me negarán los lectores es que eso de proceder nada menos que del banquete nupcial de una princesa (quizá lujuriosa) de las Mil y una noches, aporta al pisto un puntito chic.

Aparece también citada en algunos tratados una alboronía madrileña, en este caso un guiso de carne de vacuno con cebolla, ajos, frutos secos y hierbas aromáticas. Tenemos constancia de al menos dos versiones: una con berenjena y otra sin ella pero en ningún caso aparecen calabaza, pimientos o tomates. Parece ser que se sigue sirviendo en algunos restaurantes de Marruecos con el nombre de alburuna mahdidia (alboronía madrileña). Si la alboronía llegó a la península desde Bagdad… ¿habrá viajado después a Marruecos con el apellido “madrileña” y algunos ingredientes más y algunos menos?

Nos queda, por último, mencionar que en algunas zonas de Latinoamérica se cocina un plato similar con el nombre de boronía que incluye plátano, fruto probablemente de los muchos intercambios culinarios que se produjeron entre los dos continentes.

Dejando atrás las elucubraciones sobre orígenes y etimologías, es momento de ponerse manos a la obra o más bien a los fogones. Nos parecía interesante el ejercicio de “recomponer” una receta de alboronía precolombina y compararla con alguna de las fórmulas que en la actualidad se cocinan en Andalucía. Decimos recomponer porque, caso de existir, no hemos encontrado fórmulas escritas de la alboronía en recetarios anteriores a la época del Descubrimiento.

En el libro La cocina del barroco de Lorenzo Díaz (Alianza, 2005) encontramos, por fin, una fórmula de alboronía en la que no está presentes las hortalizas “postcolombinas”. Una receta similar la publica Ricardo Reina en su blog Cocina andaluza.

Ambas descripciones nos parecen, por sus ingredientes, bastante verosímiles como recetas de la época de la que suponemos puede provenir la alboronía. Sin embargo, en ambas aparece el membrillo. Nos parece complicado hacer coincidir la temporada de berenjenas con la de los membrillos en una época en la que no existían los invernaderos, aunque con poco tardías que fuesen las variedades de las berenjenas empleadas y algo precoces los membrillos, quizá pudiera darse la coincidencia. Enrique Becerra en su blog personal ofrece otra fórmula que reconoce como propia en la que, además de añadir calabacines y huevos, ofrece cambiar los membrillos por manzana según las temporadas.

Como no encontramos más fórmulas detalladas, preferimos imaginar nuestra propia receta basándonos en los usos y costumbres culinarios de la época, esos sí sobradamente documentados, y los dos ingredientes que parecen ser seguros: berenjena y calabaza.

Y este es el resultado:


Alboronía (inspirada en la cocina andalusí del medievo)

Ingredientes

Berenjena y calabaza cortadas en paisana (dados), la misma cantidad aproximadamente de las dos hortalizas.

Cebolla cortada en brunoise o mirepoix, según gustos. (para dos berenjenas, una cebolla pequeña)

Pasas y piñones (o nueces).

Laurel, cilantro en grano, clavo de especia, pimienta negra en grano, canela y comino molido.

Aceite de oliva y sal

Preparación

Mezclamos los dados de berenjena con abundante sal y dejamos en un escurridor durante una hora.

Sofreímos la cebolla hasta que esté casi transparente con la hoja de laurel, el clavo y los granos de pimienta.

Lavamos con agua abundante y escurrimos la berenjena. La añadimos al sofrito y dejamos a fuego lento cinco o diez minutos con la cazuela tapada.

Añadimos la calabaza, nueces troceadas y pasas, los granos de cilantro, un poco de comino en polvo y muy poca canela en polvo.

Dejamos cocer una media hora con la cazuela tapada vigilando que no se pegue.

Si ya están las hortalizas blandas, dejamos otros cinco minutos con la cazuela destapada para que reduzca un poco si han soltado mucha agua.

Corregir de sal.

Nota: esta elaboración ofrece un resultado para algunos gustos quizá excesivamente blando. En otra prueba posterior, con objeto de mejorar las texturas y puntos de cocción, utilizamos otra secuencia: primero sofreímos la cebolla hasta estar casi transparente. La dividimos en dos partes y usando dos cazuelas sofreímos en una la berenjena con la mitad de la cebolla y en otra, la calabaza con la cebolla restante, vigilando el punto de cocción deseado para cada una de las hortalizas. Por último unimos todas con los frutos secos y la mezcla de especias, dejando unos minutos a fuego lento para que intimen y se fundan todos los aromas.


No estaría completo este viaje tras las huellas del plato del feliz enlace de Al-Buran y Al Mamum si no diéramos noticia de cómo acabó la receta después de que a Colón se le ocurriese cruzar el Atlántico y volver cargado, no de especias, pero sí de voluptuosas hortalizas que tiñeron las cocinas de Europa de un rojo, entonces desconocido.

Tampoco en este caso pretendemos ofrecer una receta que categóricamente pueda considerarse la “verdadera alboronía andaluza actual”, tan solo es un compendio de varias recetas consultadas. Son muchas las descripciones publicadas, la mayoría en recetarios andaluces. Después de descartar aquellas que no se diferencian de los pistos manchegos en poco más que el nombre, encontramos algunos elementos comunes: la calabaza, poco o nada presente en el pisto de La Mancha, el pimentón y el comino, quizá un resto de aquella mezcla de especias de la cocina arábigo-andalusí.


Alboronía (inspirada en los actuales recetarios andaluces)

Ingredientes

Berenjena y calabaza cortadas en paisana (dados), la misma cantidad aproximadamente de las dos hortalizas. Pimiento verde cortado en

Cebolla, pimiento rojo y tomate cortados en mirepoix. (El pimiento rojo puede cambiarse, si se prefiere por verde o utilizar una mezcla de ambos. Nosotros hemos elegido solo el rojo porque creemos que aporta más suavidad al conjunto)

Pimentón dulce, comino molido y laurel (opcional).

Aceite de oliva y sal

Preparación

Mezclamos los dados de berenjena con abundante sal y dejamos en un escurridor durante una hora. Lavamos generosamente con agua y escurrimos la berenjena.

Sofreímos todas las hortalizas añadiéndolas en orden, de mayor a menor tiempo de cocción: cebolla, pimiento, tomate, calabaza y berenjena. Podemos añadir las especias entre el pimiento y el tomate, ya que el agua de éste evitará que se queme el pimentón. En materia de la cocción de las hortalizas de los pistos hay muy diversos gustos, desde los que prefieren cocinar juntas todas las verduras, añadirlas escalonadamente, cocinarlas por separado… todo depende de lo exigentes que seamos con las texturas y durezas deseadas.


Como casi siempre recomendamos un vino para nuestros platos, en esta ocasión vamos a ser atrevidos y aún a riesgo de que nos acusen de maltratar el vino, hemos elegido, y así lo servimos en el encuentro de Slow Food Extremadura, un vino aromatizado a semejanza del que pudiera consumirse en tiempos de la alboronía más primitiva.

Ingredientes: tinto joven poco astringente, miel, canela, granos de pimienta, clavo de especia, jengibre en polvo y agua de azahar. Las cantidades dependerán de lo golosones que sean los comensales.

Para elaborar este vino, apartaremos una pequeña cantidad de vino que calentaremos ligeramente, para infusionar las especias y disolver la miel. Una vez enfriada esa porción de vino, se lo añadiremos al resto y dejaremos reposar bien cerrado durante doce horas.

domingo, 16 de agosto de 2015

Carbonada flamenca o el principio de una aventura

Tras mucho tiempo sin escribir en este Cocidito, volvemos a empuñar la pluma en un descanso de tanto empuñar cuchillos y lo hacemos con recuerdos, con un artículo cuyas primeras líneas cociné hace cuatro meses.

Hay momentos breves que resultan muy largos. Abrir una puerta, introducir la llave en una cerradura puede ser un momento eterno cuando se trata de la puerta que abre una nueva aventura.


La hoja golpea rítmicamente sobre la tabla; a cada golpe le precede un suave crujido y el acero se desliza y se va amontonando una fina juliana de blancas lascas. Tan blancas, tan puras que nadie puede evitar la emoción y las lágrimas brotan sin pudor. Me acuerdo de Groucho y su madera y me entran ganas de exclamar “Más cebolla, es la guerra”. Así empieza la carbonada flamenca: cebolla, mucha cebolla, más cebolla. La carbonada es un guiso parco en la diversidad de sus ingredientes pero generoso en sus proporciones, para cada kilogramo de ternera, su protagonista, bien podemos calcular un mínimo de dos kilogramos de cebolla. 

Hace más de cuatro meses –este artículo va con retraso-, el viernes diez de abril, abríamos la puerta del COnvento Social Club y nos adentrábamos en algo más que un local. El Espacio COnvento es un lugar raro donde lo vetusto y lo nuevo se abrazan y dialogan en un diseño arquitectónico de Begoña Galeano y Julián Prieto. Entre sus muros, que guardan susurros de la vida cenobial de antaño, voces de humildes viviendas de corrala y silencios de tiempos de abandono, bullen desde hace poco más de un año las ideas de COcreación y vanguardia de Ángel Álvarez Taladriz y de Laura Gutiérrez Araujo. Es un lugar donde se cocinan proyectos de emprendimiento y se sirven eventos rompedores. Y, ahora, COnvento Social Club viene a añadir más cocina, la de nuestro modesto proyecto gastronómico.

Fuego suave, tiempo y mucho remover tornan la blanca firmeza en dorada languidez. Y así , cuando la cebolla haya perdido su altivez y esté doblegada, cercana a caramelizar, la apartamos y nos comenzamos a ocupar de la ternera.

Cada diente de la llave que se adentra en la cerradura, cada click adquiere un significado, unos avisan, otros alientan, otros gritan, ninguno calla. Es el breve e inmenso momento de la última reflexión antes de empezar a cortar, picar, hervir, asar, macerar…

En la carbonada debemos utilizar piezas que soporten largas cocciones, pues es un guiso a la vieja usanza, un guiso reposado, lento, de los que inundan el hogar de aromas de cocina antañona. Conversaciones en la carnicería con quienes saben de carnes: no hay nada como la charla con los amigos de Donoso para acertar en la elección; la espaldilla o la tapa son buenas candidatas. Hay fórmulas que la prefieren cortada para ragut y otras, fileteada. Es difícil saber cuál será la original de aquellos tiempos de los tercios de Flandes, si es que en esto de la cocina tradicional existen verdades absolutas, cosa que dudo mucho y, probablemente tampoco se utilizase ternera sino animales más entrados en años, quizá, también bueyes. Al final, un buen corte de espaldilla de ternera retinta, bien fileteada y golpeada para asegurar la ternura, preparado por sabias y expertas manos será el protagonista de esta carbonada.

Y es que cuando se va a cortar, picar, hervir, asar, macerar y lo que sea preciso para gentes tan diversas, algunos conocidos y la mayoría desconocidos resulta inevitable que se agolpen mil ideas, mil dudas y otras tantas reflexiones. Uno se pregunta por la receta que nos ha llevado hasta aquí: osadía e ilusión a partes iguales parecen ser los ingredientes principales, pero no faltan cierto pudor y, sobre todo, respeto. Mucho respeto a quienes nos confíen sus estómagos y paladares y a los cocineros.

Salpimentamos, enharinamos y freímos ligeramente los filetes, lo justo para domesticar los crudos sabores de la harina.

Y esos filetes enharinados, vestidos de blanco, nos vuelven a recordar a los cocineros y el pudor se acrecienta. Uno se considera intruso, atrevido al ponerse al timón de los fogones. Pero puede más la ilusión que la prudencia y pidiendo disculpas por la osadía a quienes tanto tiempo y tanto esfuerzo les ha llevado a merecer llamarse cocineros, sigo con mi carbonada.

En una cazuela de grueso fondo, que permita una larga cocción vamos disponiendo capas de ternera y capas de cebolla que cubrimos con una cerveza con cuerpo. La ortodoxia mandaría una buena cerveza belga pero la tierra llama y usamos una Ballut artesana, de Badajoz, por si acaso se entiende mejor con la retinta, que dudo haya escuchado voces valonas ni flamencas. Fuego y tiempo, hasta que reduzca. 


Fuego y tiempo. Tesón, trabajo y pasión serán necesarios para que este aventura alcance el nivel que nos proponemos. Pero como esta carbonada, hay proyectos que precisan de largas cocciones.

Reducida la cerveza, cuando ha dejado su esencia en el guiso y ha perdido casi todos sus líquidos, volvemos a cubrir con un rico caldo de verduras y dejamos cocer hasta obtener un salsa dorada y espesa y una carne tierna.

Un guiso sin prisa, un guiso de la cocina de la vieja Europa, una muestra de nuestro proyecto que bien vale para ilustrar nuestra aventura en el COnvento. Y digo nuestra porque en ella me acompaña otra osada a quien he logrado embarcar, Carolina, mi pareja sin quien ni éste ni otros proyectos serían posibles.
¡Más cebolla, es la guerra! Y el cuchillo sigue su rítmico golpeteo



miércoles, 22 de enero de 2014

Historias de un civet de liebre


En muchas enfermedades que asaltan el cuerpo humano, suele ser la liebre de gran eficacia…” Así comienza Sorapán de Rieros (1572 – 1638) un largo párrafo dedicado a las propiedades saludables de algunas preparaciones de liebre: con ellas cura el médico y humanista de Logrosán desde los temblores de miembros y algunas alopecias hasta las piedras de bexiga y la estrangurria. Más a pesar de considerarla alimento tan saludable, casi fármaco, no gozaba la liebre de gran predicamento en las mesas señoriales y monacales españolas de aquellos tiempos, debido probablemente a su injusta fama de desenterradora y devoradora de cadáveres. Especifico señoriales pues es de suponer que en las mesas de la depauperada población plebeya cualquier bocado que aportase proteínas sería bienvenido; y monacales porque en estas últimas, a juzgar por sus recetarios, las cuestiones del yantar debían rivalizar en importancia con las del espíritu.

No debía ser así en la vecina Francia pues una receta de liebre es considerada el culmen de su cocina venatoria: la liebre a la royale, cuyo origen algunos autores remontan a la corte de Enrique IV. Dice la ortodoxia que la liebre a la royale debe comerse con cuchara de plata y en viejos recetarios su fórmula llega a ocupar ocho o más páginas, lo cierto es que sí son ocho las horas que puede durar su elaboración, marinados aparte, en la que participan el foie, las trufas y dos vinos, uno de ellos dulce. Es ésta receta de tanta enjundia que será mejor volver al motivo de este artículo: el civet, el segundo plato más afamado, con permiso de a la royale, de la cocina de caza francesa y, añado, catalana.

Quiso la suerte o más bien la generosidad de un familiar que llegase en fechas recientes una liebre a mi cocina. No disfruto con los lances cinegéticos, así es que son escasas las ocasiones en las que puedo gozar de la cocina y posterior degustación de sus oscuras y magras carnes. Me disponía a cocinarla siguiendo la receta de civet que heredé de mi madre pero, sabiendo que existen infinidad de variantes de este clásico de la cocina de caza, la curiosidad me llevó a ver qué se dice en Internet sobre esta preparación.

Una vez troceada la pieza y antes de ocuparme en la búsqueda internauta, dispuse los elementos para el marinado de la liebre: cebolla, zanahoria, clavo, pimienta y un ramillete de hierbas. Y siguiendo a Álvaro Cunqueiro,  procuré acomodo a la liebre en un caldo de su terruño: un tinto Nadir  de corta crianza y cuerpo respetable pero no en exceso musculoso fue el elegido para abrazar carnes y vegetales durante las siguientes veinticuatro horas; pues dice el escritor gallego que: "... discutido cuál era el vino que convenía a un civet de liebre, se ha concordado en que el vino mejor es el del país donde la liebre nace, corre y muere”.

La séptima u octava entrada que indicaba el buscador me llevó a un blog que por dos motivos llamó poderosamente mi atención: por una parte su calidad y su particular estilo me mantuvieron -y mantienen- atrapado en la pantalla. Bajo el seudónimo de Ridente, Juan Carlos Alonso escribe un blog en el que su sabia pluma administra buen condumio tanto para paladares ávidos de sápidas experiencias como para intelectos inquietos: Gastronomía en verso.

La segunda razón por la que me llamó la atención este blog fue su receta de civet de liebre en la que reconocí sin cambio alguno la que seguía mi madre. Cuando se trata de un guiso de tanta tradición no es frecuente encontrar recetas idénticas: siempre hay una hierba más o menos, una verdurita o cualquier detalle, que la hace diferente. En la cocina tradicional es aventurado hablar de la “auténtica receta de…” pues cada localidad, cada casa aporta su impronta sin que ello suponga abandonar la esencia del plato en cuestión.

Intrigado por la peripecia que pudiera haber seguido la fórmula, no quise quedarme con la duda sobre el origen de la receta del civet de Gastronomía en verso y la respuesta de Juan Carlos fue rápida y amable: su fuente había sido el afamado libro de las 1080 recetas de Simone Ortega. Mi madre había obtenido la suya de L’Encyclopédie culinaire du 20e siècle de Valentine de Bruguère y Daisy Mayer, publicado por Éditions Denoël. El libro no está datado, pero mi padre recuerda que lo compraron en Burdeos durante su viaje de novios, es decir en 1963. Los autores de este recetario afirman en la introducción que sus recetas siguen más la tradición popular que a los grandes chefs y que la mayoría proceden de la revista Marie-France. ¿Conocería Simone Ortega ese recetario? ¿o la revista Marie-France? ¿o la tradición oral francesa transmite con fidelidad esa fórmula? Por la exactitud de la receta, me inclino por una de las dos primeras opciones.

No se entienda que ha habido pretensión alguna de aventurarme en la investigación histórica de la gastronomía, tan solo ha sido un divertimento para saciar la curiosidad y amenizar la espera pues es el civet una receta que requiere de cierta paciencia. Así, en tanto las leporinas carnes reposaban en vino y hierbas el tiempo suficiente para equilibrar sus montaraces aromas y adquirir vino y liebre, liebre y vino, tanto monta, el punto deseado para iniciar su última y sosegada cocción, yo pude aligerar la dilación imaginando los caminos y veredas que la receta hubiera podido seguir hasta llegar a las manos de Juan Carlos y a las mías para ser, al final, pretexto de una incipiente y gastronómica amistad en las redes sociales.

Mas no acaba la amabilidad del recién conocido bloguero con facilitarme el origen de su receta, sino que, una vez hechas las presentaciones y establecidos los pertinentes vínculos en las redes sociales, me dedica en Facebook un enlace a otra receta de liebre: “Liebre guisada con cariño para compartir” Sólo la lectura de la receta constituye un aliciente para intentar conseguir otra liebre. La fórmula bebe, según mi entender, de las fuentes del civet, pero añade elementos que aportan una personalidad y un carácter al plato que bien le otorgan el derecho de ocupar con sobrada dignidad un lugar propio en los recetarios de caza.

Afirma Néstor Luján que el civet es un “guisado de caza de pelo, aderezado con vino tinto, acompañado de cebollitas y champiñones, perfumado con hierbas aromáticas y ligado obligatoriamente con la sangre del animal”. Consultadas otras muchas fuentes, la cebolla, el vino, las hierbas y la sangre están presentes en todos los civets, no así los champiñones. En el Viaje por los montes y chimeneas de Galicia de José María Castroviejo y Álvaro Cunqueiro, este último inicia el capítulo dedicado a la liebre afirmando: “La carne de liebre, se ha dicho una y mil veces, vale por la dulzura de su sangre, en la que se ha de cocer con abundancia de especias” y, más adelante, se declara, D. Álvaro más partidario del civet que de otros guisos.

La etimología de la palabra civet proviene de la forma antigua francesa de la cebolla: cive. Y, en sazón, transcurrido el tiempo de marinado, llega el turno a la susodicha que debe picarse en brunoise o en mirepoix según gustos y sofreírse sin dorarla hasta que pierda la vergüenza y torne su pálida rigidez en blanda transparencia.

Y tras el sofrito, una lenta cocción en la que calor y vino doblegarán las recias carnes de la liebre dará paso a la última fase del guiso, que como ya hemos dicho es inherente al civet: la ligazón de la salsa con la sangre del animal.

Dicen algunos de los más doctos gourmets que deben acompañarse los guisos con los mismos vinos con los que se han cocinado. Como no hay pleno consenso en esta norma -no imagino degustar unas carrilleras al Pedro Ximénez con tan almibarado caldo- , prefiero la trasgresión y buscar otros vinos. Bien dignamente podría haberse acompañado este guiso con el Nadir que utilizamos para el marinado pero, sin abandonar el terruño, ni siquiera la bodega, elegimos un Xentia. Gran vino que al coupage del Nadir, tempranillo y Syrah, añade Petit verdot y Graciano. Un caldo que, tras catorce meses acunado en roble francés, despierta con la precisa energía para competir en buena y equilibrada lid con los silvanos aromas del civet. No son pocas las satisfacciones que nos ha proporcionado esta bodega, Pago de las Encomiendas, y en esta ocasión no iba a ser menos.

Y después de tanta verborrea, no queda más que transcribir la receta que ha protagonizado este artículo, quizá demasiado largo, tan largo como los sabores del civet. Si algún día acometo un artículo sobre la liebre a la royale, prometo ser más comedido.

INGREDIENTES:

Una liebre (mejor joven) de 1,5 o 2 Kg.

Marinado: 
  • Una cebolla
  • Dos zanahorias
  • Un bouquet de hierbas (tomillo, laurel, romero)
  • Un clavo de especia
  • Unos granos de pimienta negra
  • Dos dientes de ajo
  • Un buen vino tinto
Guiso:
  • 150 gr. de tocino
  • Una cebolla
  • Dos cucharadas de harina.
  • Caldo de carne
  • Una cucharada de vinagre de Jerez.
  • Sal y pimienta negra (mejor recién molida)

PREPARACIÓN:

Se recoge la mayor cantidad posible de sangre de la liebre y se guarda en la nevera.

Se marina durante toda la noche (mejor 24 horas) la liebre trinchada en trozos medianos con las zanahorias, una cebolla, los ajos cortados en dos, las hierbas, el clavo y la pimienta con vino suficiente para que quede cubierta.

Se pone el tocino cortado en dados en una sartén y se sofríe para que suelten toda su grasa. Se retiran los trocitos de tocino y se deja la grasa en la que doraremos los trozos de liebre bien escurridos. Una vez dorados se reservan.

En esa misma grasa se sofríe cebolla picada en brunoise. Cuando esté transparente se añade la harina, se sofríe un poco y se incorporan los trozos de liebre. Se cubre todo con el caldo del marinado previamente colado. Podemos añadir los trozos de zanahoria y los de tocino si nos los queremos encontrar en la salsa, es opcional. Se añaden también dos o tres dientes de ajo con piel, una hoja de laurel, tomillo, pimienta negra y un clavo de especia.

Dejamos que alcance la ebullición y ponemos a fuego lento el tiempo preciso para que la liebre quede tierna, hora y media o más. Si se requiere más líquido se añade caldo.

Mientras, cocemos el hígado de la liebre, lo machacamos y lo mezclamos bien con la sangre y un poco de vinagre de jerez. Este preparado se añade al guiso pocos minutos antes de servirlo.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Integrismos culinarios

    - ¿Y usted es de cocina de autor o de los de cuchara de toda la vida?
    - Pues yo… mire usted, creo que soy gastroemocional, ya se lo dije antes.
    - Pero en esta vida hay que tomar partido… o por la cocina de toda la vida o por la cocina de autor. Por las recetas auténticas o por las falsificaciones…
    - Le veo muy gastrovisceral.
    - ¿Qué?
    - Nada… Que en las cosas del comer toda mi visceralidad se limita a que las mías -las vísceras- hagan su trabajo y las de algunas reses y aves protagonicen algún que otro plato. Por lo demás, mis emociones son más sosegadas y poco dadas al integrismo.
    - Ah.


Demasiados disgustos ha dado el integrismo a la humanidad como para que el solaz de los manteles se vea salpimentado con fanáticas y estériles discusiones. Sería una lástima enzarzarse en la defensa de la cocina tradicional frente a la de vanguardia -o viceversa- como si de un rifirrafe futbolero se tratase puesto que no hay argumentos académicos que sostengan tal disputa. Siempre será cuestión muy personal la afición a una u otra cocina, como lo es la pasión por uno u otro equipo de balompié. No hay una cocina de verdad y otra de impostura: cada una trata los alimentos con tempo diferente, cada una interpreta su propia partitura pero todas armonizan aromas, colores y texturas transmitiendo así el sentir de su artífice.

No tenía yo pensado hablar de televisión en este blog, pero ya tenía hilvanado este artículo cuando vi el concurso Top Chef y, aunque no me agrada demasiado su formato, debo reconocer que hubo un momento que viene a este artículo como eneldo al salmón. Pongo los enlaces de los vídeos y juzguen ustedes:

 


Fuente: Antena 3 TV. Programa Top Chef

La prueba enfrentó a dos concursantes, el plato era de libre elección y debía representar su pasión por la cocina. Cada uno escogió un estilo bien distinto y el jurado manifestó verse en un serio aprieto para decidir el ganador. No sé cuánta influencia tuvo el guionista del programa en el lance culinario y en los comentarios posteriores pero, en cualquier caso, el resultado es la ilustración más perfecta que podía imaginar para estas líneas.

Más no solo entrañan emociones los platos elaborados con tanta profesionalidad y técnica. Hay platos que saben a infancia, guisos con olor a amor de madre o a regazo de abuela, pucheros de los que emanan sueños en familia, asados color dorado hospitalidad, postres con pasión y salsas de abrazo de amigo. Porque en toda receta hay dos ingredientes que no vienen en la lista: el respeto por los productos y el sentimiento hacia los comensales; dos ingredientes que juntos escriben una carta sin letras que todos sabemos leer. Por eso resultan tan planos, tan grises, tan adocenados los platos producidos en serie como comida rápida.


Hay una cocina que requiere de técnicas e instrumental muy sofisticados y otra mucho más sencilla. Una cocina que representa un saber centenario y otra que investiga e innova cada día. Y entre una y otra, mil más. Pero habiendo consideración y sentimiento tras los fogones todas me merecen el mismo recíproco respeto y admiración. Mención aparte requiere aquella cocina que, a la sombra de la vanguardia, la imita sin conocimiento ni mesura en su osadía -ni en su precio- más eso no es cocina sino timo.

Y como minimalista despedida, para unir la tradición chacinera con un toque modernillo, les invito a poner sobre una lámina de manzana a la plancha una rueda ligeramente calentada de uno de los más humildes y sabrosos embutidos extremeños: la patatera. Si alguien me lee desde tierras salmantinas, sugiero que lo pruebe con farinato. Y para regarlo, una copita de un tinto joven de garnacha.