(Viene de Trilogía de una truchofilia (I): en las montañas de Baviera)
Siempre las montañas, siempre las truchas; hasta en la música, la trucha. Desde que lo escuché por primera vez, el Quinteto Die Forelle se convirtió en una de mis piezas predilectas.
Las tierras de Berchtesgaden, aquellas que inspiraron a los paisajistas románticos, se adentran en Austria como una pequeña punta de flecha y no puedo evitar acordarme de otro romántico: Schubert.
"En la casa donde me alojo, hay ocho niñas, casi todas bastante bonitas. Como puedes ver, no voy a estar aburrido..." Así se expresaba Franz Schubert en 1819 en una carta dirigida a su hermano desde Stayr, una apacible localidad austriaca, donde se alojaba en casa de Sylvester Paumgartner, un adinerado violonchelista aficionado que organizaba veladas musicales en las que Schubert era el centro de atención.
Paumgartner era un profundo admirador de toda la música de Schubert, en especial de su lied “Die Forelle”, La Trucha, inspirado en un poema de Christian Friedrich Schubart, y no dudó en pedirle a su huésped que compusiera una obra con gran contenido para violonchelo basada en su admirada canción. Así nació el Quinteto para piano y cuerda en La mayor “La Trucha”.
Schubert, rodeado de ocho bonitas niñas y en un entorno de naturaleza exuberante, compuso una obra rebosante de optimismo que nos transporta a ríos de aguas cristalinas en los que no es difícil imaginar las evoluciones de una trucha, plateada, esbelta, saltarina.
Las recetas peruanas incluyen el ají, un tipo de pimiento que no he sido capaz de encontrar. Y puestos a no seguir la ortodoxia del ceviche, me permito algunas licencias. Durante una hora, antes de utilizar el zumo de lima maceré un ajo y una guindilla verde. Fileteados y bien desespinados los lomos de la trucha se sumergen durante una media hora en el zumo de lima, previamente retirados el ajo y la guindilla. Unas lascas de cebolla morada y unas vueltas de molinillo de pimienta rosa completan este ceviche.
La acidez del plato no facilita la elección del vino, pero ya que veníamos de tierras alemanas al iniciar este artículo, un riesling o un gewürtztraminer serán buenos compañeros del ceviche.
Por cuestiones de presentación elegí unas truchas arcoíris de carnes blancas. Y digo de presentación, que no de sabor, pues en la trucha de piscifactoría el ser o no ser asalmonada tan sólo es cuestión de imagen. El color lo aporta un pigmento natural que se añade al pienso: la astaxantina, que proviene de caparazones de crustáceos. Cuando en el medio natural truchas y salmones ingieren pequeños crustáceos adquieren su bonito color anaranjado-rosado. En las piscifactorías tan sólo es voluntad humana el que sus carnes sean más o menos vistosas, en cualquier caso no afecta ni al sabor ni a las propiedades nutricionales del pescado.
Mucho más sosegada y cálida, como el Adagio de Die Forelle, es esta cazuela de trucha con puerro. Una fina y abundante juliana de puerro debe rehogarse en el mismo aceite de oliva virgen donde haya perdido su crudeza la harina que vestían unas truchas con el vientre relleno de jamón, que habremos apartado para dar cabida al puerro. Cuando la juliana haya perdido toda su rigidez, las truchas volverán a la cazuela a reposar durante unos quince minutos sobre el puerro bañadas en agua o caldo muy suave de jamón y verduras. Poco antes de terminar la cocción añadiremos perejil picado. Es cuestión de gustos triturar la verdura y pasarla por el chino o añadir también unos taquitos de jamón.
Para acompañar estas truchas, un blanco que haya moderado su altanería juvenil en un corto encierro de roble armonizará bien con la suavidad del plato. Quizá un Rías Baixas fermentado en barrica, sin olvidar algunos extremeños como el Viña Puebla blanco fermentado en barrica de Bodegas Toribio o el Alunado de Pago de los Balancines. Tampoco despreciaría algún rosado y, por seguir con la tierra, el Pinot Noir de Coloma o el Nadir de Pago de las Encomiendas cumplirán con solvencia.
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