Han pasado muchos meses, casi dos años, desde la última vez que compartimos cuchillo y conversación en Pancontigo. Y aquí estamos, todavía enmascarados, dispuestos a dejar atrás toda la crudeza de un tiempo incierto y aciago que no sé si nos habrá hecho mejores, pero seguramente sí nos ha enseñado a apreciar más los pequeños momentos.
Pequeños momentos como los que nos brinda Pancontigo, porque Eugenio no solo nos provee de un magnífico pan sino que ofrece su espacio para compartir cocina y conversación.
A las ocho de la tarde del pasado veinticuatro de febrero, por fin, nos volvíamos a reunir en torno a la cocina y la mesa de Pancontigo con los cuchillos bien afilados para, previa invocación al maestro Escoffier y su beefsteak à la tartare, divertirnos un rato fantaseando y probando combinaciones de multitud de ingredientes crudos y muy picados.
Un grupo vivaracho, animoso y con apetito, un Verdejo de Ruiz Torres, un tinto de Coloma y el encanto de Pancontigo fueron los ingredientes de una sabrosa velada. Quiso acompañarnos en esta ocasión Amelia Coloma, buena amiga desde unas ya muy lejanas prácticas en la Estación Enológica de Almendralejo… año 92 o 93 del pasado siglo (¡cómo suena eso de ser del siglo pasado!). Artífice de grandes vinos y continuadora de la obra de su padre José Félix Coloma, Amelia pinta en sus vinos lienzos de complejas tonalidades: retratos nítidos y elegantes del matrimonio terruño - variedad.
Tenemos la costumbre de llevar preparados buena parte de los picadillos: nos permite no ocupar más tiempo del preciso en la tarea y evitamos que, con los de cebolla, que no son pocos, aquello se convierta en una lacrimosa radionovela de Sautier Casaseca. Solemos calcular las cantidades por exceso y así me encuentro una mañana de sábado con cuatro recipientes con abundantes restos de picadillos de cebolla morada, cebolla fresca, chalota y cebolla dulce…
Desde una esquina hace guiños una botella de Coloma Selección Garnacha Tintorera , obsequio de Amelia, siempre generosa como el aroma de sus vinos. En otra esquina los ya mentados recipientes de cebolla lloran por su incierto destino. Y a veces los elementos se alinean y todo se armoniza y fluye como una melodía encadenada.
Hay unas codornices en la nevera e imagino al Garnacha entendiéndoselas con un estofado suave, de corte tradicional, ligeramente dulzón.
Alegramos las codornices con su sal y su pimienta y tornamos en dorado su palidez en buen aceite de oliva virgen extra. Las dejamos esperar y en el mismo aceite añadimos todos los restos de picadillos de cebollas y un diente de ajo laminado. Dejamos que el calor de un fuego suave y el tiempo, ese tiempo calmoso de la cocina secular, muden su aliácea altivez en lánguida y transparente dulzura. Agregamos unas zanahorias cortadas en rodajas y unos cuantos granos de pimienta negra y uno de pimienta de Jamaica, aroma este último destinado a entenderse con las sutiles maderas del Garnacha. Una hoja de laurel y un poco de tomillo que traigan recuerdos campestres. Retornamos las codornices a la cazuela y regamos con caldo de ave y un generoso de Moriles. Y otra vez el tiempo. El tiempo y el fuego calmo hasta que estén las codornices tiernas. Una travesura de última hora: unas gotas de salsa Perrins y una cucharadita de salsa de soja. Un hervor que integre todos los elementos y termine de ligar el estofado y listo para reposar una o dos horas.
Y comienza la música, cae en la copa el Garnacha de Coloma y en su caída anuncia carnosidad y elegancia. Brilla el rojo oscuro dejando intuir violáceos matices de una vibrante juventud que el buen uso de la madera no ha querido doblegar, tan solo apaciguar. Las frutas y los dulces taninos intiman bien con el estofado. No hay una lucha de poder, es más un baile acompasado.
Pero el recital no ha terminado: queda una copa de Coloma y un Grus de Castrum Erat pide paso para cerrar esta comida de sábado. Suelo acompañar estos quesos con blancos aromáticos. No haría mal papel el delicado Muscat de la misma bodega. Pero se me antoja que la robustez y el terciopelo del Garnacha y la ubérrima crema del Grus han de protagonizar una brillante coda. Y así es. Brillan y se acompasan, dos ejemplos de productos extremeños, cuidados, mimados, que hablan en sus aromas de tierra, de pastos, de campos y de saber hacer.
Y así termina radiante la melodía que comenzó con unas tristes sobras de picadillos de cebolla y los recuerdos de una noche en Pancontigo.
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