Por las mañanas, temprano, temblaban las hojas de los chopos del jardín y un agradable frescor acariciaba el rostro. La suave brisa me acompañaba por la carretera de tierra hasta coger el camino de Ródenas, un senderito jalonado de robles que en unas pocas curvas descendía hasta la estación de
trenes. Así comenzaron, hace ya bastantes años, muchas mañanas de verano en Cercedilla. Poco antes de llegar a la estación, nada más cruzar el río Guadarrama, como todas las mañanas, ese olor cálido, algo ácido, entrañable: la tahona. Y vuelta a casa por el mismo camino, con la talega templada en el costado exhalando tentaciones.
El poder evocador de los aromas.
Cálido, algo ácido, entrañable, así es el olor de PanContigo. El aroma del pan, del pan de verdad.
Poco tiene que ver PanContigo con aquella añorada tahona de la sierra de Madrid, un caserón de piedra, rústico, con una puertecita roja por la que se accedía a una habitación destartalada con una bombilla colgando del techo, sacos de harina, capazos de esparto y un ajado mostrador de madera. El mostrador de PanContigo es de madera nueva y bien pulida, la habitación es amplia, muy amplia y moderna, de líneas sencillas y elegantes. Allí hay panes de trigo que huelen a pan, panes de centeno, de espelta, de tritordeum, integrales o con semillas. Pan artesano y espacio innovador. Un espacio donde suena un dúo de novedad y tradición bajo la batuta apasionada de Eugenio Garrido.
PanContigo no es una tahona o es una tahona y mucho más. Es lugar de encuentro, de aprendizaje, de compartir… Su lema es una cita de Gandhi: El pan que tiene mejor sabor es el pan compartido. Pero allí no sólo se comparte pan, se comparten conocimiento, ideas y momentos.
Una tarde de un jueves de febrero, como todas las tardes, las masas que mañana serán pan levan apresuradamente despacio en la quietud del obrador mientras un trío de damas se afana entre tarteras y cacharros, una viene de Francia, otra, de Italia y la tercera, de Almendralejo pero las tres nacieron allende el Océano. Eugenio nos da la bienvenida y hace las presentaciones. Poco a poco van llegando los demás comensales y mientras se habla de pastas, se habla de quesos, de lugares y manjares, se comparte, se aprende. Uno no sabe bien a qué ha ido, a cenar, a una clase de cocina, a una convivencia… a todo junto.
Luly Cortés comienza a oficiar y un sereno, pausado, musical deje argentino inunda la sala. Comienza con una empanadas, de Tucumán, las mejores, que no son lo mismo que las criollas. Nos habla del corte de la carne, que debe ser a cuchillo; del fritillo, que por aquí llamamos sofrito y de la masa, que debe hacerse con manteca elaborada por nosotros porque la comercial no da el mismo resultado. Sus dedos se deslizan habilidosos por el borde la empanada bordando el repulgo: no parece complicado, claro, hasta que uno lo intenta, pues cada uno de los comensales pasamos la prueba. Y entre repulgos con más o menos arte, anécdotas y consejos fue transcurriendo la tarde. Probamos las empanadas, sabrosas, con un equilibrio perfecto de picante y una masa deliciosa. Unas milanesas nos recordaron las influencias italianas en la cocina argentina.
Degustar, cocinar, reír, aprender, compartir, opinar... buenos ingredientes para una velada aderezada con la afabilidad de Eugenio como anfitrión, la simpatía de Luly y sus amigas Veronique y Sandra y el buen humor de todos los que compartimos mesa y cocina. Una velada, que dejó ese regusto de los grandes platos. Ese regusto que incita a repetir.
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